lunes, 28 de noviembre de 2011

49


     Lo volví a mirar. Él parecía no darse cuenta. Tal vez se hacía el boludo. Durante el viaje casi no habíamos cruzado palabra. Caferri festejaba su cumpleaños en una quinta que los padres tenían en Derqui. En otras circunstancias yo no hubiera ido; no me la bancaba a la Gorda. En realidad, a esa altura, no me bancaba a nadie.
     Bajé la vista y le miré los pies; la tierra de la calle le ensuciaba los zapatos. Cuando nos encontramos los tenía recién lustrados. Él también miraba para abajo. Tal vez pensaba en eso: en sus zapatos.
     Miré el cartel: La Calandria. Teníamos que ir hasta El Zorzal y por esa hasta Las Amapolas. Todas las calles tenían nombres de pájaros o de flores.
     Lo miré otra vez. El día anterior se había cortado el pelo y antes de salir se lo había peinado con gel. Tenía puesta una camisa blanca. Sobre los hombros llevaba un pulóver por si refrescaba; habían anunciado lluvia.
     Miré el cielo; ya se estaba nublando. El aire estaba quieto y cargado de humedad. Si al día siguiente llovía, no iba a haber pileta. Pensé en los pibes. No iban a poder comprobar si Caferri tenía el culo caído.
     Llegamos a El Zorzal y él rompió el silencio.
     —Uaaau, mirá cuántos sapos… —Sonrió—. En la casa de mi abuela, en Formosa, siempre había un montón de sapos. ¿Y sabés lo que hacía yo?
     Puse cara de no saber.
     —Los agarraba y me ponía a ver la tele con ellos —dijo.
     Me reí.
     —¿Y por qué hacías eso?
     —Porque pensaba que eran mis amigos… Entonces les contaba cosas de los dibujitos. De qué se trataban, quiénes eran los buenos, quiénes eran los malos… —Se rió—. A veces me meaban y los tenía que dejar…
     Me acordé de la tortuga y el triciclo.
     —¡¿A todos los animales los hacías mear, hijo de puta?!
     Tardamos bastante en recuperar el aliento. Me sentía aliviado; hasta ese momento había estado convencido de que se había ofendido conmigo.
     —¿Esos no son algunos de los pibes? —me preguntó.
     Forcé la vista.
     —Ese que está parado es el Tano —dije.
     Los otros dos se habían caído al piso jugando a pegarse. Eran Lautaro y Boglioli. El Tano les dijo algo. Ellos se incorporaron y miraron para nuestro lado mientras se sacudían la ropa.
     —¿Cómo va? —nos preguntó el Tano cuando los alcanzamos.
     —Todo bien —le respondí.
     Nos estrechamos las manos.
     —¡Esa, campeón! —dijo Boglioli—. ¡Mirá cómo estás vestido! ¡Si no te la levantás con esa camisa, no te la levantás con nada!
     Maidana sonrió; se notaba que se sentía incómodo.
     —Nos tendrías que haber avisado que ibas a venir así, boludo… —le dijo Lautaro—. Ahora al lado tuyo vamos a parecer unos crotos…
     —Qué fenómeno…
     Boglioli le palmeó la espalda y seguimos andando.
     —El Zorzal y Las Amapolas era, ¿no? —me preguntó el Tano.
     Asentí.
     Lautaro y Boglioli se empezaron a pegar de nuevo mientras caminaban. En un momento, Lautaro se cayó al piso. Aprovechó para agarrar un sapo y tirárselo a Boglioli. Se lo encajó en el medio de la jeta.
     —¡Qué asco, hijo de puta!
     Lautaro se mataba de la risa. Boglioli lo empezó a correr. A unos metros, logró sujetarlo de un brazo y le restregó un sapo por la cara.
     —¡Pará, pará, boludo! ¡La petaca!
     La cadera de Lautaro había golpeado contra un árbol.
     —Uh, boludo… ¿Se rompió?
     Lautaro sacó una petaca de whisky de su bolsillo y comprobó su estado.
     —No, está bien…
     Nos detuvimos mientras recuperaban el aliento.
     —Che, no va a alcanzar una mierda… —dijo Boglioli.
     —¿Qué te hacés el guacho bebedor si después te tomás dos tragos de cerveza y terminás vomitando? —le dijo el Tano.
     —No, boludo, no fue por la cerveza… —intervino Lautaro con tono burlón—. Fue por las albóndigas que le hizo la mamá…
     —Aaah, cieerto… Esta vez seguro que le cae mal el asado.
     Lautaro se rió. Boglioli cambió de tema.
     —Che, boludo, dame un pucho y hacemos reventar a un sapo.
     El Tano puso cara de «¿Qué decís?».
     —Ni en pedo… —dijo—. No te convido a vos y le voy a dar a un sapo…
     Lautaro se rió.
     —Dale, pelotudo, no te ortibés… —insistió Boglioli—. Después te compro un atado…
     —Siempre decís lo mismo, rata.
     —Dale, no seas forro…
     —Además eso es con los escuerzos —dijo Lautaro—. No sé si funciona con los sapos.
     —Vamos —dijo el Tano.
     Un sapo vino volando y se estrechó contra su pecho. Lo había lanzado Boglioli usando una rama a modo de palo de golf. El Tano miró la mancha que le había quedado en la remera, lo miró a Boglioli y se inclinó para agarrar el sapo. Boglioli salió corriendo. Cuando el Tano lo alcanzó, le rodeó el cuello con un brazo.
     —Te lo vas a comer, hijo de puta…
     Boglioli mantenía la boca cerrada, con los labios para adentro. El Tano le trataba de meter el sapo.
     —Dale un beso, boludo. Dale…
     Boglioli forcejeaba pero no lograba zafarse.
     —A ver si se convierte en una mina… Dale…
     —Dejalo, boludo… Qué asco… —intervino Lautaro. Después de una pausa agregó—: Pobre sapo…
     El Tano se rió.
     —¡Pará, hijo de puta! —gritó Boglioli.
     El Tano lo soltó y tiró el sapo.
     —Dale, vamos —dijo.
     Boglioli se limpió la boca con el dorso de la mano y escupió varias veces. Seguimos caminando.
     —¿Trajiste música, Olarticoncha? —me preguntó el Tano.
     —No. ¿Vos?
     —Tampoco. Iba a traer pero me olvidé.
     —Yo sí traje —dijo Boglioli—. Espero que la Gorda no se ortibe y me deje poner.
     —¿Qué trajiste?
     —Hermética, Metallica, Pantera yy… —sacó los cassettes de su bolsillo y se fijó— Maiden.
     —El de Maiden capaz que te lo deja poner —dijo Lautaro—, pero los otros no creo.
     —De Pantera traje el que te gusta a vos, Maidana…
     Maidana sonrió pero no dijo nada.
     —¿De Metallica qué trajiste? —preguntó el Tano.
     —And justice for all.
     —Es un bodrio ese disco…
     —Ta bueno, boludo…
     Lautaro le pegó una patada a un sapo haciéndolo estrellarse contra un árbol. El sapo quedó panza arriba moviendo las patas en el aire.
     —Uh, boludo… —dijo Boglioli—. Jueguito con un sapo, dale…
     —Mirá lo que hace este pelotudo —dijo el Tano—. Dale, boludo… Vamos…
     Boglioli dejó caer el sapo y comenzó a andar de nuevo.
     —Qué amargo que sos, eh…
     —Qué amargo que sos, eh… —repitió el Tano con voz de mogólico.
     —Te sale re-bien, Corky…
     —¿Dónde está el otro?
     El Tano se dio vuelta buscando a Lautaro. Se había quedado tratando de ensartar a un sapo con un palo.
     —Dale, boludo… ¿Qué estás haciendo?
     Se lo hundía en el lomo pero no lograba engancharlo; el agujero se agrandaba cada vez más.
     —Aguantá…
     Las patas del animal se crispaban.
     —Dale que tengo hambre…
     Frustrado, Lautaro pateó al sapo. Boglioli se corrió para que no le pegara en la pierna.
     —La concha de tu madre… Qué asco…
     El sapo se alejó arrastrándose.
     —Igual el viejo de la Gorda recién debe estar encendiendo el fuego —dijo Lautaro.
     —Sí —dijo el Tano—, pero algo para ir picando debe haber.
     —Esperemos —dijo Boglioli.
     —¿Y? ¿Nervioso, Maidana? —preguntó Lautaro.
     Maidana dudó.
     —Un poco…
     El Tano le palmeó la espalda.
     —Tranquilo, campeón… Todo va a estar bien…
     —¡Esta noche la rompés, Maidana! —exclamó Boglioli.
     —Che, ¿y trajiste la mallita para bañarte con ella? —preguntó el Tano.
     —No —dijo Maidana.
     —Con este tiempo no da, ¿no?
     Maidana negó con la cabeza.
     —Qué bajón, boludo… —dijo Lautaro—. No vamos a poder ver a las minitas en bikini…  
     —Y no le vamos a poder ver el culo a la Gorda —dijo Boglioli.
     —Mirá en lo que pensás… —dijo el Tano—. ¿Tanto culo para ver y querés ver el de la Gorda?
     Boglioli se defendió.
     —Para ver si lo tiene caído, boludo…
     —¿Y al Turco también se lo vas a mirar?
     Hablaba del otro Turco: Marcela Zappietro. Ella era gorda en serio.
     —No, boludo… Tampoco la pavada…
     Se rieron.
     —Che, boludo, ¿si no llueve cómo vamos a hacer? Si el Turco se mete a la pileta, no entra nadie más…
     —Nos vamos a tener que turnar —dijo Lautaro—. Un rato el Turco, un rato todos los demás, un rato el Turco, un rato todos los demás…
     —¡Hijo de puta! —gritó Boglioli de repente, y con un palo que había agarrado le dio varios golpes a un sapo, como con furia.
     El Tano y Lautaro se rieron. El sapo quedó tirado en la calle, con un agujero al costado por el que asomaban sus entrañas.
     —A ver, ¿a quién más le podés mirar el culo? —dijo el Tano—. A Godín, todo negro y peludo…
     Se rieron.
     —Qué asco, boludo… —dijo Boglioli—. Mirá lo que me hacés imaginar…
     —Y el de la Muerta, todo blanco… —dijo Lautaro.
     —¡Pero peludo también! —agregó el Tano.
     —¡La Bizcocho debe tener una nalga torcida!
     —Qué hijo de puta…
     —¡Y Cabecilla lo tiene más grande que la cabeza!
     Boglioli se rió solo. Los otros se lo quedaron mirando.
     —Ni para hacer chistes servís —dijo Lautaro—. Todo el mundo tiene el culo más grande que la cabeza, nabo…
     —¿Y el de Bresciani? —preguntó el Tano.
     —El de Bresciani está bueno, boludo… —dijo Boglioli—. No me podés decir que no…
     —Lástima que tenga tantos dientes…
     —Hasta en el culo debe tener…
     Se rieron.
     —Che, Maidana —dijo Boglioli—, cambiá la cara que esta noche es tu noche…
     —¡Hoy te la ganás! —exclamó el Tano y le palmeó la espalda.
     Lautaro empezó a aplaudir marcando el ritmo y se puso a cantar.
     —¡Qué alegría, qué alegría, olé olé olá! ¡Vamos flaco todavía, que estás para ganar!
     Boglioli se le sumó.
     —¡Qué alegría, qué alegría, olé olé olá! ¡Vamos flaco todavía, que estás para ganar!
     —¿Cómo seguía? —preguntó Lautaro.
     —Con esa pilcha nueva, estás super pintón —cantó Boglioli—. Zapatos de primera, zapatos de charol…
     —Cualquiera, boludo… No decía eso…
     —¿Qué decía?
     Lautaro pensó.
     —No me acuerdo… Lo de la pilcha sí, pero zapatos dos veces no decía…
     —¿Vos no te acordás, Tano?
     —No, pero después decía: tocala de primera, jugá de matador…
     Los otros se le sumaron.
     —¡No la tirés afuera, que estás en ganador! ¡Qué alegría, qué alegría, olé olé olá! ¡Vamos flaco todavía, que estás para ganar!
     Siguieron repitiendo el estribillo. Mientras el Tano y Lautaro marcaban el compás aplaudiendo, Boglioli lo hacía palmeando la espalda de Maidana. De repente gritó: «¡Estás para ganar, campeón!», y le revolvió el pelo. Maidana se apartó de él y se llevó las manos a la cabeza.
     —¡Pará, boludo, que lo despeinás! —dijo Lautaro.
     —Uy, perdoná… —dijo Boglioli—. ¿Tenés peine?
     Maidana asintió. Sacó uno del bolsillo trasero de su pantalón.
     —Qué boludo… Perdoname… Fue de onda, eh…
     —Todo bien —dijo Maidana mientras se peinaba.
     —Suerte que viniste equipado —dijo Lautaro.
     —Y… A Maidana no se le escapa una… —dijo el Tano.
     Boglioli pegó un salto y aplastó a un sapo con los dos pies.
     —Uh, mirá cómo quedó…
     Algunas entrañas se le habían salido por la boca, otras por los costados. Así y todo, se seguía moviendo. 

lunes, 21 de noviembre de 2011

48

     Maidana se reía. Algunos de los pibes estaban con él. También se reían. Llegó la de matemática y el grupo se desarmó. Maidana fue a sentarse a su banco, al lado del Turco. Hacía un mes que Angeleri se sentaba con el Tano. Al principio se cambiaban nada más que para las pruebas, pero después se habían quedado así. Y Angeleri no parecía muy interesado en recuperar a su antiguo compañero.
     —Usted, Maidana, venga para acá —dijo la profesora señalando un lugar vacío.
     A Angeleri y a mí también nos cambió. A él lo sentó con Pasco y a mí atrás de ellos dos. Después repartió las fotocopias.
     —Ahora absoluto silencio.
     Miré las ecuaciones. Como no entendía nada, me puse a dibujar. 
     Maradona levantó la mano.
     —Profesora, una preguntita…
     La profesora la interrumpió.
     —Todo lo que está ahí ya lo expliqué. Si hay algo que no entendió, lo tendría que haber preguntado antes.
     Tortonese me miró y puso cara de «Qué difícil…». Asentí con la cabeza.
     Dejame que te haga gancho, boludo.
     —¿A ver, Balín? —escuché que susurraba Pasco. Angeleri corrió la mano para que pudiera copiarse.
     La miré a Mikaela. Se estaba limando las uñas.
     ¿Estás enamorado?
     Boglioli se levantó y le entregó su fotocopia a la profesora.
     —¿No la va a hacer?
     Boglioli negó con la cabeza.
     —Entonces quédese afuera hasta que termine el resto.
     Lo miré a Maidana.
     No tengo ganas de hablar de eso…
     Javier le preguntó algo a Olivera. La profesora lo escuchó.
     —¡Dije absoluto silencio!
     —Le estaba pidiendo la goma; no se enoje…
     —Si no quiere que me enoje, no me haga enojar. Guarde silencio y no saque la vista de su prueba.
     La profesora se puso a caminar por el aula. Cuando llegó a mi banco, se detuvo.
     —¿Se puede saber qué hace dibujando?
     Dudé.
     —Dibujo…
     Algunos se rieron.
     —Se retira del aula.
     Pasé por al lado de Maidana. Levantó la vista y me sonrió.



     —Le conté a Mikaela lo de Maidana.
     —Noo…
     —¿Y qué dijo?
     —Se cagó de la risa. Le pregunté si se prendía para hacerle una joda y me dijo que sí.
     —Uy, qué bueno que va a estar esto…
     —Y ya tengo el lugar perfecto.
     —¿Cuál?
     Tortonese sonrió con aire misterioso.
     —A ver, pensá…
     Mendoza puso cara de no saber y negó con la cabeza. Tortonese miró al resto.
     —¿A nadie se le ocurre?
     Todos se quedaron en silencio.
     —¡Me extraña, boludo! ¡La fiesta de la Gorda!
     —Pero Tortonese, ¿vos te pensás que la Gorda lo va a invitar a Maidana? —dijo el Tano.
     Tortonese puso cara de canchero.
     —Vos fumá…



     Pasco vio su nota y se puso a dar saltitos.
     —¿Cuánto? —le preguntó Maradona.
     —¡Nueve! —exclamó Pasco.
     Maradona la abrazó y se puso a saltar con ella.
     —¡Qué bueno, boluda!
     —Eso déjenlo para el recreo, por favor —dijo la de matemática, y siguió repartiendo las pruebas.
     Angeleri agarró la suya. Antes de llegar a su banco, la miró y se detuvo. Dio vuelta la hoja varias veces.
     —¿Cuánto te sacaste, Balín? —le preguntó el Tano.
     —Cinco —respondió Angeleri sin sacar la vista de la prueba.
     —Suerte que no te sentaste conmigo…
     Algunos se rieron.
     —Profesora, esto está mal… —dijo Angeleri.
     La profesora se lo quedó mirando.
     —¿Qué me quiere decir con eso? —preguntó.
     —Que esta prueba está mal corregida.
     —No puedo creerlo… Esto es inaudito… Vaya a sentarse, por favor.
     —Los resultados son los mismos que los de la prueba de Pasco y a ella le puso un nueve. ¿Cómo puede ser, profesora?
     —¡Los resultados pueden estar bien; pero si el camino que usó para llegar hasta ellos no es el correcto, la prueba está mal! ¡¿Me entiende?!
     —No tiene por qué levantarme la voz.
     —¿Y además cómo sabe que los resultados son los mismos?
     Angeleri titubeó.
     —Porque cuando terminamos nos pusimos a hablar de cómo nos había ido…
     —¿A ver, Pasco? Tráigame su prueba, por favor. Y usted deme la suya.
     Después de comparar las evaluaciones, la profesora trazó dos líneas diagonales en la de Pasco.
     —Usted tiene un uno.
     —¡¿Por qué, profesora?!
     —No se haga la tonta…
     Pasco no supo qué responder. Angeleri arremetió nuevamente.
     —Si su prueba era igual a la mía, ¿por qué a ella le puso un nueve y a mí un cinco?
     La profesora no contestó. Estaba guardando las dos hojas en su carpeta.
     —¿No será que me tiene bronca por la discusión que tuvimos la otra vez? —siguió Angeleri.
     La profesora lo fulminó con la mirada.
     —¡No pienso tolerar que me falte el respeto de esta manera! —dijo—. ¡Ya mismo voy a hablar con la directora!
     Apenas salió la profesora, Pasco le encajó una trompada a Angeleri.
     —¡Pendejo mogólico!
     —¡Pará, loca!
     —¡Por tu culpa me la voy a llevar a marzo!
     —¡¿Qué culpa tengo yo de que vos no estudies?!
     Pasco se le fue al humo, pero Mikaela y Maradona la frenaron.
     —¡Puto de mierda! ¡Te voy a romper la boca y no vas a poder comer más pijas!
     Los pibes se rieron.
     —Alejandra, pará… —dijo Mikaela—. Te van a echar…
     Angeleri salió del aula con la mano en el ojo. Los pibes se cagaban de la risa.
     —¡Lo mató!
     Después de un rato fui a buscarlo. Supuse que estaba en el baño, pero lo encontré vacío. Cuando me estaba por ir, escuché un sonido raro; venía de uno de los sanitarios. Me di cuenta de que era el llanto de Angeleri. Me quedé parado sin saber qué hacer. Angeleri siguió llorando y le pegó un puñetazo a la puerta. Decidí salir sin hacer ruido.
     Afuera lo encontré a Maidana. Tenía cara de preocupado. Me interrogó con la mirada y lo miré como diciendo «Mejor no». Asintió silenciosamente.
  


     —Ya está.
     —¿Qué cosa?
     —Ya la convencí a la Gorda.
     —Nah…
     —¿En serio?
     Tortonese asintió con cara de canchero.
     —¿Cómo hiciste, boludo?
     —Y… Costó…
     —¿Te la garchaste?
     Algunos se rieron.
     —Es muy largo de explicar… La Gorda me debía unos favores que le hice cuando todavía salía con Macarena.
     —¿Y qué pensás hacer?
     —Primero convencerlo al boludo de que la mina anda atrás de él.
     —No te va a creer… —dijo Lautaro.
     Tortonese le tendió la mano.
     —¿Qué te juego a que sí? Vas a ver cómo le lleno la cabeza…
     —Vas a tener que hablar mucho para llenar esa cabezota —dijo el Gato.
     Todos se rieron.



     Maidana abrió la puerta y sonrió.  
     —¡Miguel! ¿Cómo andás?
     —Bien…
     —Pasá, boludo… Justo me estaba por hacer un té. ¿Querés uno?
     —Bueno…
     Me senté en un sillón y esperé a que volviera.
     —Estás raro… —dijo—. ¿Te pasa algo?
     —Cristian, tengo que hablar con vos.
     Me miró con sorpresa.
     —¿De qué?
     —No sé si conviene que vayas a la fiesta.
     —¿Por?
     Dudé.
     —No sé qué te habrá dicho Tortonese…
     No supe cómo seguir. Tampoco fue necesario.
     —Ah, es por lo de Mikaela…
     Por unos segundos nos quedamos en silencio. Después prosiguió.
     —Miguel, yo no soy boludo… ¿Vos te pensás que no me doy cuenta de que los pibes me cargan?
     Lo miré. Sonó el timbre.
     —¿Y? ¿Cuál es el problema? ¿No puedo ir a una fiesta a divertirme como todos los demás? ¿Qué tengo que hacer? ¿Quedarme solo en mi casa?
     No supe qué contestarle.
     —Miguel, yo te agradezco que te preocupes por mí, pero ya soy grande. Me puedo cuidar solo.
     Fue a abrir la puerta. Eran Mendoza, Javier y Boglioli.
     —¡Hola!
     —¿Qué hacés, Maidana?
     —Pasen… Está Miguel.
     —Yo me voy yendo, Cristian —dije.
     Me miró.
     —Bueno…
     —¿Ya te vas, Olarticoncha? —me preguntó Javier.
     —Sí, me están esperando. Nos vemos, Cristian.
     —Nos vemos.
     Camino a casa, pateé una piedra con bronca y rompí el faro de un auto. El conductor se bajó a las puteadas. Tuve que salir corriendo.

domingo, 13 de noviembre de 2011

47


     —A la salida vamos a tomar unas birras. ¿Querés venir?
     Maidana parecía sorprendido.
     —Dale…
     —¿Vos, Olarticoncha?
     Tenía cosas que hacer en casa, pero preferí acompañarlos. 
     Cuando Tortonese salió, nos vio con Javier y Boglioli.
     —¿Hoy no van para ese lado? —me preguntó.
     —No, vamos a tomar unas cervezas con los pibes.
     —¿Puedo ir con ustedes?
     Lo miré a Boglioli. Él asintió.
     —Claro…
     Javier lo fulminó con la mirada.
     Esperamos a que saliera el resto y empezamos a caminar. Aprovechando que Tortonese iba más adelante, Javier lo señaló con un movimiento de la cabeza y le hizo a Boglioli un gesto de «¿Qué onda?».
     Boglioli lo miró con cara de «¿Y que querías que le dijera?».
     Javier hizo señas de «¡Es un hinchapelotas!».
     Boglioli chasqueó la lengua y puso cara de «Todo bien, boludo…».
     —¿El pelado de acá a la vuelta les vende? —preguntó Tortonese.
     —No, vamos acá a media cuadra de la estación —respondió el Gato—. Vamos a lo del viejo boludo, ¿no?
     El Tano asintió. 
     Fernández y Boglioli fueron a comprar las cervezas mientras los demás los esperábamos en la plaza de la estación. Al rato volvieron riéndose.
     —¿Qué pasó, boludo?
     Se sentaron en el pasto y Boglioli nos contó:
     —Nos estábamos por ir y en eso el viejo me dice: «Pibe, ¿te puedo hacer una preguntita?». «Sí», le digo. Y el viejo me pregunta: «¿Vos sos punk?».
     Todos se rieron.
     —¿Y vos qué le dijiste?
     —«Sí. ¿Cómo se dio cuenta?»
     Se cagaban de la risa. Maidana también.
     —Y el viejo le respondió: «Por la ropa».
     —Estaba re-contento, por haber adivinado…
     —Qué aparato…
     —¿Y por qué le dijiste que sí?
     —¿Qué le voy a decir? «Nooo, señooor, yo soy metaleeero…»
     —¿No le pidieron que las destape? —preguntó el Tano.
     —Uh, qué boludo… —dijo Fernández—. Pará que se las llevo.
     Lautaro le sacó una botella.
     —Dejá, boludo; las abrimos con los dientes…
     Lo hizo.
     —Te vas a quedar sin muelas, animal —dijo Boglioli—. Abrila con el encendedor…
     Abrió la otra.
     —¿Te dijo algo tu vieja el otro día? —le preguntó Lautaro a Javier.
     —No, nada.
     —¿Qué pasó?
     —El sábado fuimos a lo de Javier y este pelotudo se puso en pedo —dijo Lautaro señalándolo a Boglioli.
     —¿Se pusieron a chupar delante de tu vieja? —preguntó Tortonese.
     —No, boludo… —dijo Javier—. Mi vieja cayó después…
     —¿Pero vos no sabías que iba a venir?
     —Sí, pero no sabía que este boludo se iba a agarrar el pedo que se agarró…
     —No estaba en pedo —se defendió Boglioli—. Estaba un poco alegre nomás.
     —Si te vomitaste todo…
     —Te dije que estaba descompuesto, boludo… Me comí unas albóndigas que me hicieron mierda…
     —Sí, claro…
     —¿Maidana?
     El Turco le ofreció una de las botellas. Maidana asintió con la cabeza y la agarró. Todos lo miraban.
     —¿Dónde vomitó?
     —En el baño. Pero igual… Me hizo quedar para el orto… Mi vieja me preguntaba: «¿Qué le pasa a ese chico?». «Está descompuesto», le decía yo.
     —¿Y se la comió?
     —No… Qué se la va a comer…
     —Si cuando ella llegó, este estaba cantando a los gritos…
     —Después se mandó una… Perá que no me la acuerdo.
     Javier buscó en su carpeta la planillita de los furcios y leyó:
     —«Tengo el orto en la puerta del orto.»
     Algunos se rieron.
     —¿Qué quisiste decir?
     —El sorete en la puerta del orto… Lo que pasa es que este boludo estaba en el baño y yo me estaba garcando.
     El Tano le sacó la carpeta a Javier y se la pasó a Maidana.
     —Mirá lo que hace este boludo.
     Maidana se puso a leer los furcios. Se mataba de la risa. Javier estaba serio y miraba el piso.
     —Está bueno —dijo Maidana cuando terminó, y le devolvió la carpeta al Tano.
     —¿Qué es NDI, Mandibulón? —le preguntó el Tano a Javier. Estaba escrito en la carpeta con liquid paper.
     —No Demuestra Interés.
     —¿Y eso qué es?
     —El nombre de una banda, boludo…
     —¿Y DAJ?
     —Diferentes Actitudes Juveniles.
     —¿Y EDO?
     —Existencia de Odio.
     —¿Todo lo que escuchás se llama así, Mandibulón? ¿DNI, UCR, TDK?…
     Los pibes se rieron. Javier suspiró y meneó la cabeza.
     —Che, boludo, el otro día escuché el tema de los pitufos —le dijo Boglioli—. Qué pelotudez…
     —¿Qué tema? —preguntó el Gato.
     —El de Attaque 77.
     —Ese que dice: «¡Gil! Tu mujer se encamó con un pitufo» —cantó Lautaro.
     —Es cualquiera, boludo… —continuó Boglioli—. «Tu mujer se dio el lujo de tener hijos pitufos» —recitó—. Qué letra más pelotuda…
     —Perdón —dijo Javier—, porque las letras de lo que escuchás vos están bárbaras… La del camión de Hermética, por ejemplo…
     —Boludo, habla de un chabón que se gana la vida conduciendo un camión… No vas a comparar…
     Javier se mordió el labio inferior y meneó la cabeza.
     —¿Vos qué música escuchás, Maidana? —preguntó el Tano.
     —De todo un poco…
     —¿Todo te gusta?
     —No, todo no, pero tengo gustos variados… Pop, rock, heavy metal…
     Vi que algunos se sonreían.
     —¿Hardcore? —preguntó Lautaro.
     Maidana dudó.
     —Algo…
     —Pero no te hablo de las porno, eh… Te hablo de la música hardcore…
     Todos se rieron. Maidana también.
     —Ya sé…
     —Ah, Maidana —dijo Boglioli—, me había olvidado de decirte: ya hablé con mis amigos y te vamos a tener en cuenta para la batería, eh… Ayer probamos a uno, pero no nos convence. Le falta la potencia que tenés vos. —Algunos parecían a punto de reírse—. Tal vez te hagan una prueba como la que te hice yo el otro día.
     —¿Así que tocás la batería?
     —No, nunca toqué la batería.
     —Pero Boglioli dice que tenés buen ritmo…
     —Eso dice él…
     —Con razón elegiste música en vez de dibujo…
     —¿Cómo era, Maidana? —dijo Boglioli, y tarareó el tema de Pantera.
     Maidana sonrió, pero no sacudió la cabeza.
     —¿Te hiciste un tatuaje? —preguntó el Gato.
     —Sí —respondió Boglioli. 
     Se arremangó para mostrarlo. Era un tigre.
     —Me lo hizo un conocido. Gratis.
     —Ah, con razón está tan feo…
     Todos se rieron.
     —¿Qué tiene de feo, boludo?
     —Todo… Parece un perro…
     —A ver, Olarticoncha, vos que sabés. ¿Qué tal está?
     Me acerqué para mirarlo.
     —Tiene el hocico un poco largo —dije.
     —¿Viste, boludo? —dijo el Gato.
     —Pero tan mal no está… —dijo Boglioli—. ¿O sí?
     —No, tan mal no está —le respondí.
     —Cuando tenga un poco de plata me lo voy a hacer arreglar. Le voy a achicar el hocico y le voy a agregar un fondo.
     —Che, ¿qué hablabas hoy con la Gorda? —le preguntó el Gato a Lautaro.
     —¿Qué gorda?
     —Caferri, boludo…
     —Ah… Nada… Boludeces…
     —Te la estabas re-chamuyando, hijo de puta. Se cagaba de la risa.
     —Nada que ver, boludo… Estábamos hablando de la de geografía…
     —Claro, claro…
     Lautaro se rió.
     —En serio, boludo… —dijo—. Además, si me la estaba chamuyando es cosa mía.
     —¿Y? ¿Entrega o no entrega, la Gorda? —preguntó Fernández.
     El Tano le hizo una seña al Turco.
     —Mirá: ahora que te la levantaste a Lezcano, se conforman con cualquier cosa…
     Algunos se rieron.
     —Está buena la Gorda, boludo… —se defendió Fernández—. ¿No viste el culo que tiene?
     —Lo debe tener todo caído —dijo el Tano—. Para darte cuenta de cómo es un culo, lo tenés que ver sin pantalones.
     —Claro, porque vos viste muchos…
     —Más que vos seguro.
     —Cómo te hacías el boludo, eh… —dijo Lautaro—. «A mí me gustan las mujeres, no las pendejas…» Turco hijo de puta…
     El Turco sonrió. El Gato le apoyó una mano en el hombro.
     —Disculpá pero yo te lo tengo que decir: qué buena que está tu novia… —Algunos se rieron—. No te ofendas, eh… De onda te lo digo… Te felicito.
     Hacía rato que Tortonese no le quitaba la vista de encima a Maidana.
     —¿A vos cuál te gusta del curso? —le preguntó.
     Maidana dudó. Todos lo miraban.
     —No sé…
     —¡¿Cómo no vas a saber, Maidana?! —dijo alguien.
     —Es que hay varias chicas lindas…
     —Sí, pero una te tiene que gustar más que el resto…
     —¿O con eso sos como con la música?
     —¿Cuáles son las chicas lindas del curso? ¿A ver?
     —No sé… Mikaela, por ejemplo…
     —¿Mikaela? —preguntó Boglioli—. ¿Te gusta Mikaela?
     Maidana dudó.
     —Sí…
     Tortonese se rió.
     —¡Estás re-colorado, boludo!
     Era mentira.
     —¿De verdad? —preguntó Maidana.
     Ahí sí se empezó a poner colorado. 
     Tortonese asintió. Se seguía riendo y aplaudía.
     Hijo de puta…
     —Entonces te gusta en serio, boludo… —dijo. Maidana asintió sonriendo—. Boludo, todo bien… Estamos entre amigos…
     —¿Y qué te gusta de Mikaela? —preguntó alguien.
     —No sé… Todo…
     —¿Pero qué te gusta más? —preguntó otro.
     —No sé… La cara, por ejemplo…
     —¿No sabés nada, Maidana?
     Algunos se rieron.
     —No lo cargués, boludo… —intervino Tortonese—. ¿No ves que le da vergüenza?
     —¿Por qué te da vergüenza?
     Maidana dudó.
     —Ya sé: vas a decir «No sé».
     Algunos se rieron. Maidana estaba serio y miraba el piso.
     —¿Estás enamorado?
     —¿Cómo le vas a preguntar eso, boludo? —dijo Tortonese—. Si está enamorado es asunto suyo… Esas cosas no se preguntan. Yo estuve enamorado de varias minas, pero, si alguien me preguntaba, decía que no. Esas cosas son para hablarlas con los amigos íntimos… ¿Nocierto, Maidana?
     Maidana asintió.
     —¿Y ya la encaraste? —preguntó alguien.
     Maidana negó con la cabeza.
     —¿Y qué esperás, boludo? —preguntó otro.
     Maidana dudó.
     —¿No sabés?
     —No tengo ganas de hablar de eso…
     —Uh, boludo… ¿Tan mal te tiene?
     —Disculpanos, Maidana. Si sabíamos no te cargábamos.
     —Todo bien —dijo Maidana.
     —Boludo, ¿no querés que te haga gancho? —le preguntó Tortonese.
     Maidana sonrió con desgano.
     —No, gracias… —dijo.
     —¿Por qué no, boludo?
     Tardó unos segundos en responder.
     —Una vez le quise regalar un alfajor y se me rió en la cara. Mirá si me va a dar bola…
     Todos se quedaron callados. Vi que algunos se sonreían.
     Tortonese rompió el silencio.
     —Eso no quiere decir nada, Maidana; a veces las minas reaccionan así cuando uno les gusta mucho. Porque les da vergüenza y les es más fácil jugarla de difíciles. ¿Sabés cuántas se me rieron en la cara a mí y terminaron entregándose? Cuando es así, uno tiene que insistir, insistir, insistir…
     Maidana no respondió.
     —Si no probás, nunca vas a sacarte la duda. Dejame que te haga gancho, boludo. Yo con la mina tengo confianza. ¿Total qué podés perder? El no ya lo tenés…