domingo, 30 de octubre de 2011

46


     «¿Puedo hablar con vos un momento?»
     Me mira con sorpresa.
     «Bueno…»
     «Vamos acá a la vuelta, ¿te parece?»
     «Dale…»
     Caminamos en silencio. Llegamos a Libertad.
     «Esto es para vos.»
     «¿Para mí?»
     Asiento.
     Abre el tubo, saca la lámina y la desenrolla. La hoja con la dedicatoria se le cae, la atrapo en el aire. Ella no se da cuenta; está mirando el dibujo. Después de un rato levanta la vista. Parece emocionada.
     «¿Y eso?»
     «La dedicatoria.»
     Se la tiendo. Cuando termina de leerla, suspira.
     «Es hermoso… ¿En serio sentís tanto por mí?»
     Asiento.
     «¿Por qué no me lo dijiste antes?»
     En su voz hay un leve tono de reproche. Muy leve.
     Bajo la vista.
     «Tenía miedo de que me rechazaras…»
     Me acaricia la cara.
     «Tonto…»
     Después de besarme, me mira a los ojos y me dice:
     «Lástima que esto no sea verdad.»



     —Hola…
     —Hola.
     —¡Miguel! ¿Cómo andás?
     —Bien. ¿Y vos?
     —Bien…
     —¿Y? ¿Pudieron terminar el trabajo ayer?
     —No, pero los pibes vienen de nuevo el lunes. —Pareció adivinar lo que estaba pensando—. Todo bien, eh… Nos cagamos de la risa con los pibes. Estuvimos charlando, escuchando música… Al final lo que menos hicimos fue estudiar…
     Nos quedamos callados. Después de unos segundos me preguntó:
     —Che, ¿qué hacés hoy?
     —Nada…
     —Dentro de una hora mi viejo se va. ¿No te querés venir a ver una peli?
     —Dale…
     —Alquilé una que me parece que está buena. Se trata de un jabalí gigante que mata a la gente.
     Nos reímos.
     —¿Nos vemos a las dos, entonces?
     —Dale, nos vemos a las dos.



     Al lado de Benzaquén está Boglioli. Los brazos cruzados, la cabeza ladeada; el pelo largo le cubre parte de la cara. Siempre estaba en postura metalera. Tortonese decía que vivía en un videoclip.



     —«¿Puedo poner música?», le pregunta este, y pone un cassette de Metallica. ¿De Metallica era?
     Me di cuenta de que estaban hablando de Maidana.
     —De Pantera —respondió Boglioli.
     —Y el otro le dice: «Che, está bueno esto…», y se pone a mover la cabeza.
     Algunos se rieron. El Gato siguió.
     —Y este hijo de puta le dice: «No, así no, Maidana. Así». —Sacudió la cabeza a lo heavy metal—. Y el otro lo imitaba…
     Todos se rieron.
     —Chicos… —interrumpió la de dibujo—. Yo no tengo ningún problema con que charlen, siempre y cuando no dejen de trabajar.
     Cada uno retomó su trabajo y el Gato continuó.
     —«A mí no me sale tan bien porque no tengo el pelo largo», decía el boludo… Y este le dice: «No creas, eh… Te sale bastante bien…». —Se rieron—. Después, cada vez que este le decía: «¿Cómo es, Maidana?», el otro lo hacía de nuevo…
     —En un momento —dijo Boglioli—, se puso a golpear la mesa siguiendo la batería de uno de los temas. Entonces le pregunto: «Che, ¿vos tocás la batería?». «No», me dice. «Ah, porque tenés buen ritmo, boludo…» —Algunos se rieron—. «Qué raro… ¿Seguro que no tocás la batería?» «No, boludo…», me dice. «¿Y te gustaría tocar?», le pregunto. «Y, estaría bueno… Pero no sé…» «No hace falta saber mucho para tocar la batería. Solamente hay que tener buen ritmo. Y vos lo tenés.»
     —Qué hijo de puta…
     —«¿Te parece?», me pregunta. «Yo de estas cosas sé, Maidana», le digo. «¿Sabés por qué te pregunto?» «No. ¿Por?» «Resulta que con unos amigos tenemos ganas de formar una banda. Yo toco la guitarra; sabés, ¿no? Y lo único que nos falta es un baterista.» «A mí me encantaría», me dice, «pero nunca toqué la batería…».
     —Qué nabo que es este chabón…
     —«Boludo, te digo que es fácil… Con la pasta que tenés vas a aprender enseguida… Tengo una idea: te voy a hacer una prueba.»
     —¿A ver qué le dijiste, hijo de puta?…
     Boglioli sonrió.
     —«Yo te voy a ir poniendo distintos temas y vos le tenés que seguir el ritmo a la batería.»
     —No me digas que le hiciste hacer eso…
     —Sí, boludo. Y no sabés la cara que ponía… Todo concentrado…
     Lo imitó y todos se rieron.
     —Contale la de los siameses, boludo —dijo el Gato.
     Boglioli se rió.
     —Contala vos, boludo, que sos el que la inventaste…
     —Estábamos hablando de nuestras familias y le dije que yo tenía un hermano siamés.
     Algunos se rieron.
     —¿Y te creyó, boludo?
     —Sí, boludo, se la re-comió…
     —Siempre se la come —dijo alguien.
     —Le dije que habíamos nacido con la cabeza pegada y que entre los dos teníamos un cerebro y medio. «¿Sabés lo que fue para mi vieja decidir quién de los dos se quedaba con el cerebro?», le digo. «Me imagino…», me dice. «Fue duro, pero tuvo que tomar una determinación. Era preferible eso a que los dos tuviéramos que vivir unidos por el resto de nuestras vidas…» «Claro…», me dice. «Pero imaginate qué feo para una madre…», le digo. «Para elegir cerró los ojos y estiró la mano. Y por suerte me tocó a mí.»
     Todos se rieron.
     —Le dije que a mi hermano lo teníamos en casa, en estado vegetativo, y que yo a veces me sentía culpable. «¿Vos sabés lo que es tener el cerebro entero gracias a que a tu hermano le falta la mitad?»
     Se cagaban de la risa.
     —Qué manera de morfar… —dijo Boglioli—. Nos sirvió de todo, el puto. Primero nos comimos como medio kilo de surtido de Bagley. «¿No tenés más?», le pregunté. «No, pero si se quedaron con hambre puedo comprar.» «Dale, andá a comprar que con el hambre que tengo no voy a poder estudiar…»
     Se rieron.
     —Qué hijo de puta…
     —¿Y el boludo fue a comprar?
     —Sí. Y nos dejó la casa sola.
     —Nooo…
     —Lo primero que hicimos fue revisarle las cosas.
     —El viejo tiene un cajón lleno de revistas porno.
     Algunos se rieron.
     —Viejo pajero…
     —Yo quería encontrar guita…
     —¿Y él qué tiene en la pieza?
     —Juguetes, boludeces así…
     —El boludo tiene guardado el álbum del Chavo del Ocho.
     —Che, ¿y el de Frutillitas no lo tiene?
     —Este zarpado le vació un tarro de shampoo en el inodoro.
     Todos se rieron.
     —¡Me dice zarpado a mí y él le meó un guiso que había en la heladera!… —exclamó el Gato.
     Algunos ya se agarraban el estómago.
     —Nooo…
     —Ahí te fuiste a la mierda…
     —Que se joda por boludo… —dijo Boglioli—. ¿Cómo nos va a dejar solos en la casa?
     —Del almacén se trajo medio kilo de Ópera y medio de alfajorcitos.
     —¿Todo eso se comieron?
     —Sí. ¿No te digo que comimos como unos hijos de puta?
     —Y hoy vamos a comer más…
     —Che, está re-caliente el puto… —dijo alguien—. Ya no sabe qué hacer para que se lo cojan…
     —Sí —dijo Boglioli—. Después se nos re-pegó… Nos acompañó hasta la parada…
     —Y este le seguía diciendo: «¿Cómo es, Maidana?», y le hacía la música. Y el otro seguía moviendo la cabeza.
     —¿Pero no se daba cuenta de que lo estaban gastando?
     —Encima de puto, boludo…
     —Para mí que se daba cuenta pero no le importaba —dijo Boglioli—. Como tiene tantas ganas de que se lo culeen…
     —¿Vos decís que es puto en serio?
     —Re-puto… ¿No ves como nos atendía? Y estaba todo el tiempo sonriéndonos. Faltaba que nos tirara besitos nada más…
     Me dio tanta bronca que intervine.
     —¿Por qué no dejás de hablar pelotudeces? Si le gusta Mikaela…
     Apenas lo dije me arrepentí.
     Boglioli se me quedó mirando, sorprendido por el tono de mi voz. El resto pareció no darle importancia.
     —¿Le gusta Mikaela?
     —¿Quién te dijo eso?
     Dudé.
     —Él me lo dijo…
     —Nooo, boluudo… Hay que ser realista… Si yo fuera como Maidana me gustaría Cabecilla, por ejemplo.
     Se rieron.
     —Estaría bárbaro, boludo… La cabeza que le falta a uno le sobra al otro.
     —Qué hijo de puta…
     —Che, hay que hacer algo con eso… —dijo Tortonese.
     —¿Con qué?
     —Con eso de que le gusta Mikaela. Hay que hacerle una joda.
     —¿Como qué?
     —No sé, pero tiene que ser algo groso… —Se quedó pensando—. Ya se me va a ocurrir…

lunes, 17 de octubre de 2011

45


     La cama, destendida. En el piso, ropa sucia. Arriba de un mueble, un equipo de música y dos porta-CDs. En una de las paredes había unos estantes con más CDs, cassettes y algunas revistas. Las otras tres estaban empapeladas de pósters. La mayoría eran de grupos de heavy metal, pero también había de minas en pelotas. Debajo del vidrio de la mesita de luz, una foto de cuando Tortonese era chico. En ella se lo veía abrazado a una señora mayor.
     —Espero que no les moleste el desorden —dijo riéndose, y empujó la ropa sucia con el pie, metiéndola debajo de la cama. 
     Se dio cuenta de que estaba mirando la foto.
     —Esa es mi abuela, la mamá de mi papá. Es una vieja re-copada.
     —¿Y eso? —preguntó Javier.
     Miré lo que señalaba. Algunos de los pósters de minas en pelotas estaban manchados con algo blanco.
     —Adiviná…
     —¡Qué hijo de puta! —dijo Javier con cara de asco.
     Tortonese se cagaba de la risa.
     —¿Por qué no te acabás en la mano? —le preguntó Javier.
     —No tiene onda, boludo…
     Javier me miró y se mordió el labio inferior.
     —A esta le di desde acá —dijo Tortonese. Se había parado a medio metro de uno de los pósters y estaba haciendo la mímica de masturbarse.
     —Andáaa… —dijo Javier—. ¿Quién sos? ¿Mazinger?
     Tortonese se rió.
     —¡En serio, boludo! ¡Te juro!
     La madre lo llamó desde abajo.
     —Santiago…
     Tortonese se asomó por la puerta.
     —¿Qué?
     —Nada, era para saber si habías llegado.
     —Estoy acá con los chicos.
     —Bueno.
     Cerró la puerta y sonrió.
     —Una vez estaba hablando por teléfono, no me acuerdo con quién, y me puse a hojear una revista de mi vieja. Era una revista de moda. Estoy hojeando la revista y de repente veo unas minas en corpiño y bombacha que están bárbaras. No me acuerdo con quién estaba hablando, pero creo que encima era una minita. La cosa es que me re-caliento y ahí nomás me entro a pajear. —Hizo la mímica—. ¿Vos podés creer que justo cuando acabo entra mi vieja de la calle? Y encima había acabado en la mesita del teléfono… Lo tuve que limpiar con la manga del buzo.
     Me reí.
     —Sos un sucio, Tortonese —dijo Javier.
     —¿Cuál fue el lugar más raro en el que se masturbaron? —nos preguntó Tortonese.
     Javier me miró con cara de «Ya empieza…».
     Como no le respondimos, prosiguió.
     —Yo una vez me masturbé en el baño de un micro. No sé si fue el más raro; pero lo que sí sé, es que fue el más incómodo. Estábamos yendo a Mar del Plata con mis viejos. Cuando subí al micro pensé: «Seguro que me toca viajar con un gordo que ronca, como siempre». Pero no: esta vez me tocó una morocha que estaba para partirla en cuatro. Apenas me senté, se me empezó a parar. Y encima, cuando la mina se saca el sweater, me doy cuenta de que no tiene corpiño… ¡Qué hija de puta! —Javier se puso a mirar los CDs—. Creo que fueron las mejores tetas que vi en mi vida… O por lo menos, las mejores que vi en vivo… Cuando apagaron las luces, la mina se durmió y yo prendí la lucecita de arriba. Saqué una revista para hacerme el boludo y me puse a mirarle las tetas. No sé qué estaría soñando la mina, pero en un momento se le empezaron a parar los pezones…
     —Dejá de mentir, Tortonese… —dijo Javier. 
     —¡En serio, boludo! ¡Te juro! Para mí que soñaba que se la estaban garchando, porque después empezó a hacer: mmmhh… mmmhh…
     Javier se rió.
     —¡Qué mentiroso que sooos!
     —¡Te lo juro por mi vieja!
     —¡Mirá por lo que jurás!
     —En serio, boludo… —dijo Tortonese riéndose—. Y en una de esas, la mina se da vuelta y me queda la cara acá… —Se puso la palma de la mano frente al rostro—. Y me hace: mmmhh… —Javier suspiró y siguió mirando los CDs—. Ahí ya no pude aguantar más. Me levanté y me fui al baño. Dos pajas me hice, al hilo… Y cada vez que el micro doblaba, me chocaba contra las paredes. —Hizo la mímica—. Así estaba. —Me reí—. Ahora cuenten ustedes. En algún lugar raro se tienen que haber pajeado…
     —Dale, boludo… —dijo Javier—. Hagamos el trabajo que ya van a ser las siete…
     Tortonese siguió como si nada.
     —Esta no tiene mucho que ver, pero me la acabo de acordar. Yo tenía un amigo que se cogía el colchón.
     Me reí.
     —¿Se cogía el colchón?
     —Sí, boludo, le hacía un agujero y se lo cogía… Lo descubrimos en el viaje de egresados, porque era un compañero mío de la primaria. En realidad, el que se dio cuenta fui yo. En el hotel dormíamos en camas marineras y este pibe dormía arriba mío. Una noche me desperté porque la cama se movía. «¿Qué estás haciendo, boludo?», le pregunté. Entonces se quedó quieto y me dijo: «Nada, me estaba rascando». Al rato, cuando me estoy por volver a dormir, arranca de nuevo. Primero despacito. Y después, como vio que no le decía nada, le entró a dar más fuerte. Al día siguiente, le reviso el colchón y encuentro el agujero.
  La madre lo volvió a llamar.
     —Santiago…
     Tortonese abrió la puerta.
     —¿Qué?
     —Servile algo a esos chicos…
     —¿Qué quieren tomar? Yo me voy a hacer un café con leche.
     —A mí haceme otro —dijo Javier.
     —¿Para mí puede ser un té?
     —¿Con leche? —me preguntó Tortonese.
     Miré los pósters manchados y le dije:
     —No, gracias…
     Javier y Tortonese se rieron.
     —El del colchón seguro que era él —me dijo Javier cuando nos quedamos solos—. Yo tenía un amigo… La típica…
     No le respondí.
     Pensé en Maidana. Me tenía preocupado. Esa misma tarde, el Gato y Boglioli se reunían con él en su casa.
     —Che, yo acá no vengo otra vez, eh… —siguió Javier—. Si no terminamos el trabajo, nos repartimos el resto y que cada uno estudie por su lado.
     Asentí.
     Al final se hizo la hora de irnos y no habíamos respondido ni la mitad de las preguntas. Primero lo acompañamos a Javier a la parada del ciento ochenta y cuatro, después Tortonese me acompañó a mí a la del setenta y uno.
     En el camino me preguntó:
     —¿Todavía estás mal por lo de Lezcano?
     Asentí. Por un rato nos quedamos en silencio.
     —Yo que vos, le daría el dibujo.
     Lo miré con cara de «¿Qué decís?».
     —Para mí que le podés serruchar el piso.
     Negué con la cabeza.
     —Probá, boludo… —me dijo—. ¿Total qué podés perder? El no ya lo tenés…
     —No me animé a encararla cuando estaba sola; mirá si me voy a animar ahora que está con el Turco… Ya fue…
     Cuando llegamos a la parada, sacó un cassette de su bolsillo.
     —Esto es para vos; te grabé un compilado.
     —Gracias…
     —Tiene de todo un poco: algunos temas conocidos y también algunas rarezas.
     Me lo había dado, pero lo agarró de nuevo.
     —Perá que no le puse el título —dijo—. ¿Tenés una birome a mano?
     Se la di.
     —La música… de… Olea…
     —No —dije—. Es: o, ele, a…
     Dudó.
     —Ya fue, boludo… No lo quiero tachar.
     Terminó de escribir. La música de Oleaginosa.
     Me reí.
     —¿Viste qué bueno que está? —dijo—. Todavía no lo escuchaste y ya te cambió la cara… Ahí viene el bondi, boludo.
     Levanté la mano para pararlo.
     —Y acordate de lo que te dije la otra vez: con tantas minas en el mundo, no vale la pena llorar por una.
     Después de una pausa agregó:
     —Y encima son todas putas…

lunes, 3 de octubre de 2011

44

     Ya han pasado veinte años desde que terminé la secundaria. Ahora tengo una empresa. No sé de qué; no importa. Ayer puse un aviso en el diario solicitando un empleado. Hoy hay tres personas esperando en recepción. Una de ellas me resulta familiar. Es un sujeto calvo y encorvado. No puede decirse que sea gordo, pero tiene una panza prominente. Cuando paso a su lado, me saluda; parece sorprendido de verme. Le respondo con un movimiento de mi cabeza, aunque no tengo idea de quién pueda ser. Entro a mi oficina y me siento en mi escritorio. A través del intercomunicador le pido a mi secretaria que me traiga los currículums. Masi… Lacunza… Turco Greco. No puedo salir de mi asombro; parece diez años más grande que yo.
     «Haga pasar a Masi», le digo a mi secretaria.
     «El señor Turco Greco pide pasar primero. Dice que lo conoce.»
     «Usted no le haga caso; haga pasar a Masi.»
     Media hora más tarde, cuando ya he terminado de entrevistar a los demás, mi secretaria me pregunta:
     «¿Hago pasar al señor Turco Greco?»
     «No, todavía no. Primero tráigame un café.»
     Mientras tomo el café, leo el currículum del Turco. Cuando termino, lo hago un bollo y lo tiro al papelero.
     «Ahora sí: haga pasar a Turco Greco.»
     Entra con una sonrisa de oreja a oreja. Nos estrechamos la mano y con un ademán lo invito a tomar asiento.
     «Bueno…» Carraspeo. «A ver, Turco Greco, cuénteme un poquito… Vamos a tener que empezar de cero porque mi secretaria perdió su currículum. ¿Estudios secundarios?»
     El Turco titubea. Con una sonrisa me dice:
     «Los terminé con vos, boludo… ¿No te acordás de mí?»
     Finjo estar haciendo memoria. Después pongo cara de no saber y meneo la cabeza. El Turco se empieza a sentir incómodo.
     «Turco Greco… El Turco…»
     Se señala a sí mismo con ambas manos. Así se queda por unos segundos mientras lo miro sin decir una palabra.
     «Aaaaah, el Tuuurco…», digo finalmente.
     Cuando escucha esto, se ríe aliviado.
     «Te acordaste…», me dice.
     Asiento con la cabeza.
     «Le dije a tu secretaria que te conocía… ¿No te dijo nada?»
     Niego con la cabeza.
     «Che, qué buena secretaria…», dice bromeando. «Primero me pierde el currículum, después no te pasa mis mensajes…»
     Sonrío. Por un rato nos quedamos en silencio.
     «Qué increíble, ¿no?…», me dice. «Lo que es la vida…»
     «Lo que es la vida…», repito.
     «Che, no cambiaste nada, hijo de puta… Parecés el mismo de hace veinte años…»
     Me mira esperando una respuesta. Le sonrío y continúa.
     «Yo no puedo decir lo mismo.»
     Se palmea la pelada y se ríe. Yo también me río, pero de él.
     «Bueno», me dice, «te cuento…».
     Lo interrumpo con un ademán.
     «Lo que le voy a pedir es que, al menos acá, me trate de usted.»
     Me mira sorprendido.
     «¿Sabe lo que pasa?», prosigo. «Esta es una empresa seria y no quiero que después se ande diciendo que hago diferencias entre los empleados.»
     «Pero estamos solos…»
     Me inclino sobre el escritorio y con un gesto le pido que se acerque.
     «Las paredes oyen, Turco Greco… Las paredes oyen…»
     El Turco mira hacia los lados con extrañeza. Después me sonríe con complicidad y dice:
     «¡Como usted quiera!»
     «Bueno, ahora sí… Cuénteme.»
     Se aclara la garganta y me cuenta lo que hizo de su vida desde la última vez que nos vimos. Cuando terminamos la secundaria, se anotó para hacer la carrera de administración de empresas. No pasó del CBC. Se cambió entonces a turismo y hotelería, pensando que le iba a ser más fácil, pero el resultado fue el mismo. «¿Por qué no estudiás para ser profesor de educación física, vos que tenés aptitudes?», le dijo el padre. A pesar de su buen estado físico —«El de aquella época», dice riéndose—, tampoco logró terminar esta carrera por su falta de disciplina. «¿Vos qué te pensás? ¿Que con correr y hacer flexiones te va a alcanzar?», le decía el padre. «¡No señor! ¡Para ser profesor de gimnasia también hay que estudiar!» Quiso hacer un curso de electricidad, pero sus padres ya se habían cansado y lo mandaron a laburar. Durante los años siguientes trabajó de: canillita, repositor de supermercado, heladero, repartidor de pizza y ayudante de cerrajero. Finalmente, consiguió un trabajo de cadete en una empresa. Con el correr del tiempo fue aprendiendo algunas tareas administrativas y le terminaron asignando un puesto de oficina.
     «Con ese laburito me las rebuscaba bastante bien, pero hace unos años la empresa quebró. Y desde aquel entonces estoy sin laburo. Con la edad que tengo nadie me quiere tomar… Pero esta mañana le dije a mi señora: “Verónica, tengo un presentimiento… Me parece que hoy consigo algo”.» Sonríe. «Y acá estoy…»
     Me mira esperando alguna reacción de mi parte. Como no la obtiene, empieza a sentirse incómodo otra vez. Durante un minuto me quedo en silencio, mirándolo fijo. Por cada segundo que pasa, su cuerpo parece encorvarse más. Finalmente, suspiro y le digo:
     «Es una pena, Turco Greco: la persona que estamos buscando tiene que tener conocimientos de contabilidad.»
     «Pero mire que aprendo rápido, eh…»
     Niego con la cabeza.
     «No es tan fácil…»
     «¿Y algún otro puesto?»
     Pongo cara de circunstancia.
     «Lamentablemente, en este momento estamos completos.»
     «De lo que sea, eh… No hace falta que sea administrativo; puede ser de cadete, por ejemplo.»
     «Tenemos cinco.»
     «¿De limpieza?»
     «Tenemos tres.»
     «Algún puestito tiene que haber… Aunque sea por unos meses, hasta que consiga otra cosa… Tengo que darle de comer a los pibes…»
     «¿Sabe lo que pasa, Turco Greco? Yo me acuerdo perfectamente de la clase de persona que era usted. Y no creo que haya cambiado.»
     Por un rato se queda boquiabierto.
     «No puedo creer que me guarde rencor por cosas que hice hace veinte años…»
     «No es rencor, Turco Greco; es prudencia. Como le dije anteriormente, esta es una empresa seria. No puedo arriesgarme a tomar a una persona como usted.»
     «Eran cosas de chicos, Miguel…»
     «¿Qué pasa? ¿Ya no me llama Ortigaaarcha, Olicachuuucha?…»
     «Miguel, por favor…»
     «No me llame por mi nombre de pila; llámeme por mi apellido.»
     De pronto se pone pálido.
     «¿Eh?»
     «Que me llame por mi apellido.»
     El Turco traga saliva.
     «Olarti… coo…»
     Mueve la boca buscando la letra que sigue. Parece al borde del llanto. Disfruto del espectáculo por unos segundos y después señalo la puerta.
     «Por favor… Retírese.»