lunes, 27 de junio de 2011

28


     Tortonese le hizo una seña a Onzari desde el pizarrón. La profesora se dio cuenta.
     —¡¿Qué hace?!
     La de matemática se calentaba pero era lo mismo que nada; tenía tan poca autoridad como la de geografía.
     —Nada, profe… Estaba saludando a mi novia porque hoy llegué tarde y no la pude ver antes de entrar.
     —¡¿Qué se piensa?! ¡¿Que nací ayer?!
     —No… —dijo alguien—. Si se nota que ya está vieja…
     —¡¿Quién dijo eso?!
     Nadie respondió.
     —¡Ustedes dos, afuera!
     Ya había echado del aula a unos cuantos.
     —¡¿Yo por qué?! —exclamó Fiorentino—. ¡Si fue él!
     —¡Mentira, profesora! ¡Lo dijo él! —retrucó Olivera.
     —¡Afuera!
     Salieron riéndose.
     —¡Y usted no saque la vista del pizarrón! ¡¿Me escucha?!
     —Sí, profesora.
     Tortonese terminó de hacer la ecuación y se fue a su banco caminando para atrás.
     —¿Por qué camina así?…
     —Usted me dijo que no saque la vista del pizarrón y yo le hago caso, profesora…
     —¡Se retira del aula!
     —¿Por qué? Si yo nada más hice lo que usted me pidió…
     —¡Le dije que se vaya!
     —Bueno… Qué carácter, che… —dijo Tortonese, y salió del aula.
     La profesora lo señaló al Gato.
     —Usted. Al pizarrón.
     —¡Está con vos, Gato! —dijo el Tano.
     La de matemática tenía dos tics. Uno lo tenía siempre: parecía que tiraba besitos.
     —¿Qué dice?
     —Nada, profesora; le decía al Gato que usted le hablaba a él.
     —¿Qué Gato? ¿De qué está hablando?
     —Arancibia, profesora… ¿No ve que tiene un gato en la cabeza?
     —¿Quiere ser el próximo en salir, Di Gennaro?
     —No, profe… ¿Por qué?
     —Entonces deje de hacerse el gracioso y preste atención a la clase. El próximo en pasar al pizarrón va a ser usted.
     —Como quiera, profe.
     —Llámeme profesora, no profe.
     —Como quiera, profesora.
     La profesora se dio vuelta.
     —¿Qué hace ahí sentado? ¿No escuchó lo que le dije?
     El Gato se levantó con desgano y se acercó al pizarrón.
     —¿Me responde cuando le hablo?
     —Estaba esperando a que terminara de hablar con Di Gennaro, profe… sora.
     La profesora iba a decir algo, pero se contuvo y le dictó la ecuación al Gato.
     —Mirá: le sigue tirando onda —dijo el Tano.
     —No —dijo Javier—, para mí que tiene el dos de oro.
     El Tano se cagó de la risa.
     —¡¿Se puede saber de qué se ríe?!
     —De un chiste, profe. ¿Quiere que se lo cuente?
     —¡Se retira del aula!
     El Tano salió riéndose y la hija de la profesora se asomó por la puerta. Era una nena de cuatro años.
     —Lourdes, mamá está trabajando. Andá a jugar con el nene.
     A veces la dejaba con el hijo de la portera.
     La nena negó con la cabeza. Ni su propia hija le hacía caso.
     —Lourdes, ¿qué te dijo mamá? Andá, por favor, con el nene.
     La nena salió.
     —Es re-linda su hija —dijo Mikaela.
     —Gracias, pero ahora sigamos con la clase —dijo la profesora. Lo miró al Gato—. ¿Y?
     —Estoy pensando, profesora.
     —Empiece a hacerla como le salga. Si se equivoca no importa; estamos acá para aprender.
     Algunos se rieron. En la ventana estaban Olivera y Fiorentino tirándose besitos. Cuando la profesora se dio vuelta, habían desaparecido.
     —¡¿Qué pasa?! ¡¿Quién se está riendo?!
     Nadie le respondió.
     —¡Mientras el que está adelante hace la ecuación, ustedes también tienen que hacerla en sus carpetas!
     —En cualquier momento vomita —me susurró Javier.
     Lourdes se asomó de nuevo.
     —¡Lourdes! ¡Te vas col e nene!
     Lourdes negó con la cabeza.
     —Ya vengo —dijo la profesora, y se llevó a la nena.
     Javier se rió.
     —¡Dijo col e nene! Lo tengo que anotar…
     Algunos de los de afuera se asomaron a la ventana y se pusieron a hacer morisquetas. Algunos de los de adentro se rieron.
     Al volver, la profesora lo encontró al Gato dibujando el escudo de Racing en el pizarrón.
     —¡¿Pero qué está haciendo?!
     —Estaba esperando que volviera porque no sé cómo seguir…
     —¡Borre eso inmediatamente!
     —Bueno, no se enoje… —dijo el Gato, y borró el escudo.
     —¿Qué es lo que no entiende?
     Lourdes entró al aula. Fue directo a Caferri. Le dio un papelito doblado y después salió corriendo.
     —¡Aaay, qué duuulce! —exclamó Caferri cuando abrió el papelito.
     La profesora se dio vuelta.
     —¡¿Qué pasa?!
     —Su hija me regaló un dibujito.
     La profesora se agarró la cabeza y pareció que iba a vomitar. Ese era el otro tic que tenía; le agarraba cuando ya estaba muy nerviosa.
     —¡¿A veeer?! —dijeron varias de las chicas.
     Caferri mostró el dibujo.
     —¡Aaay, qué amooor!
     —Por favor… —dijo la profesora, y abrió la boca otra vez.
     —¿Y ese qué es? —susurré—. ¿El ancho de vómito?
     Javier se cagó de la risa. Antes de que la profesora pudiera decirle algo, se levantó y salió del aula.
     La profesora siguió con el Gato. Lourdes entró de nuevo.
     —¡Lourdes! ¡Te dije que te quedaras con el nene!
     Lourdes hizo como que iba a salir pero se quedó en la puerta, escondida de la vista de su madre. Tenía otro papelito en la mano. Maradona y Bresciani le empezaron a hacer señas.
     —A mí, a mí… —susurró Maradona.
     La profesora la escuchó. Le quitó el papelito a Lourdes y lo hizo un bollo. La nena se la quedó mirando con la mano cerca de la boca.
     —Qué maaala… —dijo Maradona.
     —¡Se retira del aula!
     Parecía que le iba a vomitar encima.
     —Pero profesora…
     —¡Le dije que se retire!
     Maradona salió.
     —Profesora, ¿va a seguir echando gente? —preguntó Pasco—. Ya echó a la mitad del curso…
     —Voy a seguir hasta que queden nada más los que estén interesados en la materia.
     —Entonces me parece que va a quedar usted sola.
     La profesora miró a Pasco con furia y justo entró la rectora.
     —Permiso… ¿Hay algún problema, profesora? ¿Por qué hay tanta gente afuera?
     —¡Yo en estas condiciones no puedo seguir trabajando! ¡Es una falta de respeto tras otra! ¡Nunca en mi vida trabajé con gente tan insolente!
     Los dos tics se le empezaron a mezclar. La rectora se tentó y se tapó la boca disimuladamente. La profesora no dijo nada, pero estoy seguro de que se dio cuenta.
     La clase se cortó ahí. Después de matemática no teníamos nada. A las chicas las dejaron irse. A nosotros nos hicieron quedar en el patio.
   —Esto es injusto —dijo alguien—; algunas de las mujeres también molestaron.
    —Son casos aislados —respondió la rectora—. Lo de ustedes, en cambio, es un problema grave. No es solamente la de matemática; hemos recibido quejas de varias profesoras. La directora quiere hablar con todos ustedes.
     Minutos después llegó la directora. Cruzada de brazos, con la boca torcida, como la imitaba Angeleri.
     —Se ponen en fila, por favor. No, así no; uno al lado del otro. Les quiero ver la cara a todos.
     Después de que formamos comenzó.
     —Hemos recibido quejas de varias profesoras. No de todos, pero no podemos discriminar a los que generan los disturbios porque, salvo casos puntuales, actúan desde el anonimato.
     Parecía que hablaba de terroristas.
     —Esta es una institución seria. Ustedes no son conscientes del privilegio que tienen. Todos lo días viene gente a consultar por vacantes, gente con ganas de estudiar. Nos vemos obligados a rechazarlos cuando ustedes, en vez de aprovechar ese privilegio, optan por venir al colegio nada más que para ocasionar disturbios y faltarle el respeto a las profesoras.
    El discurso duró como media hora. Nos habló del reglamento de la escuela y, por último, enumeró algunas de las faltas que cometíamos.
     —Cuando la profesora habla, tengo que prestar atención y tomar apuntes; no hablar con el compañero… Tengo que entrar al aula cuando toca el timbre; no veinte minutos después o cuando se me dé la gana
     Se puso a caminar a lo largo de la fila como si fuese un militar.
     —No puedo romper los elementos de la escuela… No puedo manosear a las compañeras… No puedo jugar a patear. No puedo jugar a empujar. No puedo jugar a escupir.
     —Usted no puede, pero nosotros sí —dije por lo bajo.
     Los que me llegaron a escuchar se cagaron de la risa.
     —Bueno, parece que hablarles no sirve de nada; les entra por un oído y les sale por el otro. La semana que viene va a haber una reunión de padres. Mañana se les informará la fecha y el horario exactos.
     Finalmente lo de la reunión quedó en la nada.
     Cuando la directora se fue, Mendoza se me acercó.
     —Sos un hijo de puta, Olarticoncha —me dijo—. La jugás de callado y te mandás cada una…

sábado, 25 de junio de 2011

27


     Llegando a la avenida me puse a pensar en Lezcano y Daniel.
     Que me guste Daniel no quiere decir que no pueda mirar a otro chico.
     —Nos vemos mañana, Miguel —me dijo Angeleri.
     —Nos vemos mañana —le respondí.
     Si todavía no somos más que amigos…
     A unos metros venían Lezcano y Domínguez. Las salude con la mano y me respondieron el saludo.
     Eso dijo… ¿Por qué me voy a quedar con los brazos cruzados?
     Una parejita besándose. Miré para otro lado.
     ¿Pero qué mierda hago?
     La respuesta me llegó en forma de afiche.
     Semana de la dulzura.



     Tuve que comprar dos bombones porque era muy difícil que la encontrara sin Domínguez. El regalo iba a ser más impersonal, pero otra no me quedaba.
     Esperé al primer recreo y dejé que salieran. Las seguí de cerca hasta que estuve seguro de que ninguno de los pibes estaba a la vista.
     Las encaré.
     —Feliz semana de la dulzura.
     —¡Graaacias! —dijeron las dos a coro y me dieron un beso.
     —Sos un duulce… —me dijo Lezcano—. ¿Nos esperás que vamos al baño?
     Asentí con la cabeza.
     Mientras las esperaba, lo vi venir a Maidana. Parecía estar buscando a alguien. Iba a dar un paso al costado para quedar oculto por un grupo de chicas cuando descubrí que no era a mí a quien buscaba. Lo vi acercarse a Mikaela con las manos detrás de la espalda. Le tocó suavemente un brazo, ella se dio vuelta. Él le ofreció un chocolate y ella lo miró incrédula. Maidana sonreía. Mikaela se le cagó de risa en la cara. Le dijo algo a Pasco, que pasaba por ahí, y ella se cagó de la risa también. Las dos se fueron, Maidana se quedó con el chocolate en la mano. En eso, de la nada, aparecieron Mendoza y Boglioli. Venían con los cachetes inflados. Tenían la boca llena de Coca-Cola. Lo empaparon. «¡Feliz semana de la dulzura, puto!», le gritaron mientras le tocaban el culo. Maidana les sacó la mano de una palmadita y se fue para adentro.
     Lezcano y Domínguez volvieron del baño. Estábamos cerca del portón que daba a la calle. De afuera nos llegaba un rock and roll; creo que era Johnny B. Good. Venía de un auto que estaba estacionado frente a la escuela.
     Lezcano se puso a bailar.
     —Cómo me gusta bailar rock… Me enseñó mi hermana; ella baila re-bien.
     Me agarró de la mano y siguió bailando. La dejé hacer pero me quedé quieto.
     —¿Vos no bailás? —me preguntó.
     —No sé bailar…
     —¿Cómo no vas a saber? Si es fácil… Nada más te tenés que mover…
     No supe qué responderle. Solamente le sonreí.
     —Algún día te voy a enseñar —dijo.
     —Me encantaría.
     A la salida, Maidana hizo todo el camino hasta su casa en silencio. Cuando llegamos, se apoyó en el tapialcito de la entrada y se quedó mirando el piso. Estábamos solos; ese día Angeleri había faltado.
     —¿Estás bien?
     —No —me respondió sin levantar la vista.
     Dudé pero le pregunté:
     —Es por lo de Mikaela, ¿no?
     Asintió con la cabeza.
     —¿Por qué me tiene que tratar así? ¿Qué le costaba aceptarme el chocolate? —Me miró—. Yo sé que soy feo, ¿pero tanto asco le daba darme un beso?…
     No supe qué responderle.
     —Me hubiera alcanzado con que me dijera gracias. Ni hacía falta que me besara… —La voz se le quebró—. Yo también… soy un boludo.
     —Cristian, el problema no sos vos; Mikaela es una mala mina…
     Pensé en contarle lo del chicle que me había pegado en el pelo, pero preferí no hacerlo.
     —¿Cómo hago para que me deje de gustar, Miguel? —me preguntó, y la voz se le quebró de nuevo.
     Los ojos se le humedecieron. Se tapó la cara con las manos y respiró profundo. Se quedó así un buen rato. Después carraspeó y me pidió disculpas.
     —Por favor, no le cuentes nada a Angeleri —me dijo antes de que me fuera—. Todo bien con él, pero nunca me toma en serio.



     Se han sumado dos personas más a nuestro grupo: Galhor, el hombre lagarto que hemos liberado de los hombres rana, y… Mikaela. Al igual que Jerónimo, ella llegó vestida con ropa de nuestro mundo, de modo que debe haber sido transportada por error. ¿Pero error de quién? ¿Acaso los Dioses cometen errores? He elaborado una teoría. Aparentemente, tanto Jerónimo como Mikaela, antes de aparecer en Astrábalon, estaban parados sobre el punto en el que encontré la gema. Se me ocurre que puede haber quedado algún residuo de energía en ese sitio y tal vez fue eso lo que los transportó.
     En este momento atravesamos los pantanos de Sikua; nos dirigimos a la aldea de Galhor. Hemos logrado convencer a los hombres rana de su inocencia. Gurbak resultó ser hijo del rey, por eso el asesinato de su hermano causó tanto revuelo. Ahora debemos explicarles el origen del conflicto a los hombres lagarto para asegurar la paz entre ambas tribus. Parte de esto lo había sacado de un videojuego.
     «Andad con cuidado», nos dice Galhor, que es el que conoce el camino. «Pisad solo donde yo piso o terminaréis sepultados bajo el lodo.»
     De pronto, escuchamos un grito. Nos volteamos y la vemos a Mikaela hundida hasta la cintura. No es la primera vez que nos mete en problemas por su torpeza.
     «¡¿Es que no entiendes cuando te hablan, hembra estúpida?!», grita Galhor.
     «Bueno, tranquilízate…», le digo, y me acerco a Mikaela. Al hacerlo me invade un hedor nauseabundo, como de carne muerta. «¡Qué olor que tiene este lodo!», exclamo.
     «Eso no es lodo, amigo», me dice Gurbak.
     «Es mierda de borak», completa Galhor.
     Los boraks son una especie de cruza entre buey y dinosaurio. Son enormes y cagan toneladas. Gurbak nos ha hablado de ellos, pero no sabíamos que frecuentaran los pantanos.
     Le tiendo mi mano a Mikaela.
     «Yo no haría eso», me dice Galhor. «El hedor de la mierda de borak no se quita con nada.» Esto lo había sacado de la película Laberinto. «La hembra ya está condenada; no te condenes tú también.»
     «¡¿Cómo con nada?!», exclama Mikaela.
     «Así como lo oyes, hembra: tendrás que vivir con eso por el resto de tus días.»
     El olor es insoportable, tanto que Mikaela vomita.
     «¡Sáquenme de acá!», suplica, e intenta salir por sus propios medios. Lo único que logra es hundirse hasta el pecho.
     «Quédate quieta, hembra, si no quieres desaparecer bajo la mierda.»
     «Tenemos que sacarla de ahí…», digo, pero nadie se da por aludido.
     Lo miro a Lautaro. Antes de que pueda abrir mi boca, adivina lo que diré.
     «¡No, no; con mi vara no! ¡Me la dejará con olor!»
     Algunos han comenzado a adquirir el modo de hablar del lugar.
     «¿Y si sacás algo de tu sombrero?», le sugiero al Gato. «Total después lo tiramos…»
     El Gato se quita el sombrero y lo mira. Después de un momento me dice:
     «No se me ocurre ninguna rima; el olor no me deja pensar.»
     Un poco decepcionado por el comportamiento de mis compañeros, busco una rama y con ella ayudo a Mikaela a salir de la mierda. Tengo miedo de que nos toque a propósito, de hija de puta que es. Galhor parece pensar lo mismo.
     «Ahora irás a la retaguardia, a veinte pasos de nosotros. Y si se te ocurre tocarnos, te atravesaré con mi lanza.»
     Mikaela abre la boca para quejarse, pero se da cuenta de que Galhor habla en serio y opta por obedecer.
     «Galhor, tampoco tiene la culpa…», digo.
     «¡Claro que la tiene! ¡Si hubiese seguido mis instrucciones no estaría empapada en mierda! Ahora sigamos andando; está por anochecer.»
     Reanudamos la marcha. Cada tanto Mikaela vuelve a vomitar.
     «¡Cuando lleguemos a la aldea, te lavarás!», le grita Galhor. «¡A ti no te servirá de nada, pero al menos no contaminarás al resto!»

martes, 21 de junio de 2011

26


     —Profesora…
     —¿Angeleri?…
     —No estoy de acuerdo con mi nota.
     La profesora se lo quedó mirando.
     —Me parece, profesora, que para enseñar historia hay que ser un poco objetivo.
     —¡¿Cómo le vas a decir eso a la profesora, Balín?!
     —Profesora, el Balín la está insultando…
     —¿Qué quiere que le diga, Angeleri? Vaya a quejarse otra vez con las autoridades…
     —¡¿Vos hiciste eso, Balín?! —preguntó Lautaro.
     —¡Malteada al Balín por buchonear a la profesora! —gritó Boglioli, y todos se le fueron encima.
     Miré a la profesora. Sonreía.
     —Chicoos…
     Esperó a que los pibes terminaran. Después repartió el resto de las pruebas y se fue.
     —¡Tano hijo de puta! ¡Me pasaste cualquiera! —gritó Tortonese. El Tano se reía—. ¡Sos un pedazo de mierda! ¡Esta la tenía que aprobar sí o sí!
     El Gato agarró la prueba y se la puso a leer. Se cagó de la risa.
     —«Ciro era el rey de Persia. También era llamado el rey Pérsico por haber nacido en un golfo.»
     Todos se rieron.
     —Escuchen esta, escuchen esta… «Los hititas cavaban pozos y se metían en ellos por motivos religiosos. Siempre lo hacían de a cuatro porque ese era un número sagrado para ellos, ya que cuatro eran las deidades que adoraban.»
     El Gato se agarró el estómago y dejó caer la prueba. Me dio la impresión de que exageraba la risa. Mendoza levantó la hoja del piso y la siguió leyendo.
     —«Los fenicios comerciaban con todo tipo de mercadería, pero solo la vendían a cambio de arena de diferentes tipos que luego utilizaban para edificar sus chozas.»
     —¡Qué hijo de puta!
     —¡No podés!…
     —Pará que sigue… «Por eso más tarde su moneda se llamó arenero
     Se mataban de la risa.
     —Che, Tortonese, ¿me la puedo quedar? —preguntó Mendoza.
     Tortonese le arrancó la hoja de la mano, la rompió en pedazos y salió del aula dando un portazo.
     —¡Uuy, qué maalo! —dijo el Tano, y los pibes se rieron.
     Al rato entró la de geografía.
     —¿Qué le pasaba a ese chico que salió de esa manera?
     —Se estaba haciendo caca, profesora —le respondió el Gato.
     Todos se rieron.
     —Ay, poobre… Estaba descompuesto…
     Alguien se puso a tararear la musiquita de He-Man. La profesora se sentó, se puso los anteojos y sacó unos libros de la cartera.
     —¡El universo ya está protegido, por el poder de Greiscol! —cantó el Gato.
     A la de geografía la cargaban con He-Man por el corte de pelo.
     —Hoy están contentos…
     —Sí, profe. Por el día, ¿vio?
     —Ay, sí, está hermmmoso… Con el frío que venía haciendo… Bueno, vamos a comenzar con la clase porque hoy tenemos cuarenta minutos nada más.
     Consultó uno de los libros y anotó en el pizarrón: 1912 y Alfred Wegener.
     —Hoy vamos a hablar del origen de los continentes como los conocemos en la actualidad.
     —Es como si fuera tu hermano, boluda… —le dijo Caferri a Lezcano.
     Me di cuenta de que estaban hablando de Daniel y paré la oreja.
     —¡Cualquiera, boluda! ¿Qué tiene que ver con nosotros dos lo que hagan nuestros viejos?
     En los últimos días me había enterado de que Daniel era el hijo de Marta, la novia del padre de Lezcano. También me había enterado de que tenía quince años, de que tenía el pelito largo, de que tocaba la guitarra en una banda de rock y de que había salido del baño envuelto en una toalla un día que ella estaba sentada en el living de su casa y los dos se habían puesto colorados.
     —Según su teoría, hace doscientos millones de años los continentes actuales estaban unidos en un supercontinente llamado Pangea, que en griego significa toda la tierra.
     —Profesorda… —dijo Fiorentino.
     No era la primera vez que la llamaban así. Nunca supe si era sorda realmente o se hacía la que no entendía.
     —¿Sí?
     —¿En ese supercontinente vivían superhombres?
     La profesora dudó.
     —No… En esa época todavía no existían los humanos… ¿Se acuerdan que habíamos visto que recién aparecían en el período paleolítico?
     —Aaaaah… —dijeron todos a coro. Era un chiste recurrente.
     —¿Y? ¿Hay onda? —le preguntó Onzari a Lezcano.
     —A mí me parece que sí… pero todavía no se dio la situación…
     —Profesorda… —arremetió nuevamente Fiorentino.
     La profesora estaba copiando en el pizarrón la forma de Pangea. Lo miró a Fiorentino por arriba de los anteojos.
     —¿Usted a quién prefiere? ¿A Superman o a Batman?
     La profesora lo miró como si no entendiera.
     —Diga la verdad. A usted le cabe He-Man, ¿no? —dijo el Gato, y los pibes se rieron.
     —Qué boludos… —dijo Domínguez.
     —Che, ¿y la madre no trabaja?
     —Sí.
     —¿Y por qué no aprovechás ese momento?
     —Me da vergüenza, boluda… No sé qué decirle…
     —Fácil, boluda: le pedís algo. Sal, azúcar…
     —Cualquiera… ¿Como en Chespirito?…
     Se rieron.
     —¿Y después qué hago, boluda? ¿Me vuelvo a mi departamento con el azúcar?
     —Claro… Pero antes le decís: «Cualquier cosa que necesites, me avisás…».
     Se rieron.
     —¡Re-puta!
     —Hace ciento ochenta o doscientos millones de años…
     Tortonese irrumpió en el aula. Tenía el pelo mojado.
     —¿Se siente mejor?
     Como Tortonese no le respondió, la profesora siguió con la clase.
     —Hace ciento ochenta o doscientos millones de años…
     —Profezorra… —la llamó Boglioli.
     Todos se rieron.
     —¿Sí?
     —¿No puede ser más específica?
     —¿Eh?
     —¿Ciento ochenta o doscientos millones de años?
     —Es una aproximación…
     —¿No le parece que veinte millones de años es mucha diferencia?
     —Lo que pasa es que son tiempos geográficos. Lo que para una persona es mucho tiempo, para la geografía es sólo un instante…
     —Aaaaah… —dijeron todos a coro.
     —Hace ciento ochenta o doscientos millones de años…
     —Me parece que eso ya lo dijo, profesorda —dijo el Gato, y todos se rieron.
     La profesora se los quedó mirando como extraviada. Después de unos segundos repitió:
     —Hace ciento ochenta o doscientos…
     —¿Por qué no redondeamos en ciento noventa, profe? —preguntó Olivera.
     La profesora lo miró.
     —Bueno… Como quieran… ¿Puedo seguir?
     —Siga, siga… Cualquier cosa la volvemos a interrumpir.
     —Hace ciento noventa millones de años, una gran falla dividió a Pangea en dos grandes…
     —Profetrola… —dijo Mendoza.
     Todos se rieron.
     —¿Qué pasa ahora?
     —¿El supercontinente estaba fallado?
     —¿Mmh?
     —Usted dijo que el supercontinente tenía una gran falla. ¿Era de fábrica?
     Todos se rieron. La profesora no contestó y prosiguió con la clase.
     —Si no, boluda, le pedís que te arregle algo…
     —¿Algo como qué?
     —Qué sé yo… El televisor.
     Lezcano se rió.
     —¿Qué voy a hacer, boluda? ¿Romper el televisor para que me lo arregle?
     —Noo, boluda… No lo rompés, lo desarmás…
     —Pero yo no sé de esas cosas…
     —Boluda, le desarmás el enchufe y le separás los cables de las patitas. Es lo más fácil que hay.
     —Qué hijos de puta… Mirá lo que le hacen…
     Cada vez que la profesora intentaba dibujar, una tiza chocaba contra el pizarrón.
     —Chiiicos… —decía ella y reanudaba la tarea, que era interrumpida por otro proyectil.
     —O si no, lo ponés en video para que parezca que anda mal.
     —Se va a pensar que soy una tarada…
     —¿Y?… Si a los hombres les gusta que una sea medio tarada… Así se la pueden dar de inteligentes…
     —Sí, pero tampoco la pavada…
     —¡Pero usted no estudió, profe! —exclamó el Gato—. ¡A cada rato consulta el libro! ¡Así cualquiera!…
     La profesora lo miró un segundo y siguió buscando.
     —A partir de una hendidura en forma de i griega se inició la fragmentación de Gondwana.
     —Igual la semana que viene tal vez se me da.
     —¿Por qué?
     —¡Contá, boluda!
     Se tomó su tiempo.
     —Resuuulta que el luunes nos fuimos con mi hermana a tomar unos mates al río y él estaba jugando al fútbol con unos amigos.
     —¿Juega bien?
     Re-bien, boluda…
     Ni profezorra ni profetrola.
     —¡Puuutaa! —rugió el Tano. Él prefería ser más directo.
     La profesora se dio vuelta.
     —¿Qué paaasa, chiiicos?
     —Profeforra, ¿Laurasia viene de Laura? —le preguntó Tortonese que ya estaba mejor de ánimo.
     —No sé de qué viene.
     —¿Pero cómo? ¿Usted no sabe griego?
     —Y no, chicos… Yo estudié geografía… —respondió la profesora y se rió.
     Los pibes fingieron que se reían estridentemente.
     —Esta profe…
     —Dale, boluda, seguí contando.
     —Bueno… En un momento nos vio y se acercó para saludarnos. Estaba re-lindo. Con el pelito suelto. —Cuando hablaba de él, parecía más linda—. Le ofrecimos un mate pero no quiso. «Me vendría mejor algo frío», dijo.
     —Qué zarpados que son…
     La profesora se dio vuelta y todos se hicieron los boludos. Una tiza le había dado en la cabeza.
     —Chicos, por favooor…
     Se los quedó mirando sin saber qué hacer. Después de un rato prosiguió.
     —La India chocó con Eurasia provocando el plegamiento de la corteza y originando la cordillera del Himalaya.
     —¿Hubo muchos muertos, profe? —preguntó Fiorentino.
     La profesora parpadeó.
     —¿Cómo?
     —Si con el choque hubo muchos muertos.
     Tardó en responderle.
     —¿No se acuerda de lo que vimos la semana pasada?
     —No.
     —Las placas tectónicas se mueven muy lentamente. Tanto que el movimiento es imperceptible…
     —Yo a veces siento cómo se mueven, profe —intervino el Gato—. En el patio de mi casa.
     La profesora se rió y todos se rieron estridentemente.
     —Qué chico más ocurrente…
     —Parecen mogólicos.
     —Cuando terminó el partido, se fue al quiosco y volvió con una botella de agua mineral. Venía con la remera colgada de la cintura y volcándose agua en la cabeza.
     Caferri se rió.
     —¿Como en la propaganda de Colbert?
     Lezcano se rió.
     —Tal cual, boluda… Yo pensé lo mismo.
     —¡Puuutaa! —rugió el Tano otra vez y tiró de una patada el banco del Turco, que había faltado.
     —¿Qué pasó? —me preguntó la profesora, porque el banco había caído cerca de mí.
     —Cayó del techo —le respondí señalando.
     La profesora miró para arriba y todos se cagaron de la risa.
     —¿Entonces, boluda?
     —Bueno, la cosa es que nos pusimos a charlar de deporte y terminó invitándome a correr a la quinta presidencial.
     —Mirá la que tenías guardada, hija de puta…
     —¿Y cuándo salen a correr?
     —El martes que viene.
     —¡Chanta! ¡En gimnasia no corrés ni media cuadra!
     —¡Pero por Daniel le doy mil vueltas a la quinta!
     Se rieron.
     —Profesorda, ¿no puede explicar más rápido? Si sigue así, va a sonar el timbre y no vamos a terminar el tema…
     Miré mi hoja. Al lado del dibujo de la Pangea partida al medio, casi sin darme cuenta, había puesto un signo de igual y mi corazón.
     Qué cursi…, pensé, y me sentí un pelotudo.
     Rápidamente lo taché. Por suerte Javier no lo había visto.

viernes, 17 de junio de 2011

25


     En un jardín, un Maidana de unos cuatro años. La boca abierta, la vista al cielo. Una mano alzada, como declamando.
     —¿Acá qué estabas haciendo? —preguntó Angeleri—. ¿Cantando?
     Maidana vio la foto y se rió.
     —No, estaba recitando un versito que me había enseñado mi tía… «En el cielo, las estrellas; en el campo, las espinas; y en el centro de mi pecho, una cagada de gallina.»
     Nos reímos.
     —¿Tenés alguna foto de tu tía?
     —Sí.
     La buscó.
     —Acá hay una.
     —Así que esta es la famosa tía…
     —¿Cómo se llama?
     —Carmen.
     —Por fin la conocemos…
     —Es la hermana de…
     —Mi mamá.
     —¿Vive por acá?
     —No. Vive en Mar del Plata.
     —Te llevás re-bien con ella, ¿no?
     —Sí… La quiero mucho…
     —¿Y acá? ¿Estás jugando a los Titanes en el Ring?
     Maidana está caminando con los brazos extendidos hacia delante.
     —No, boludo; me estoy haciendo el sonámbulo.
     —Ah…
     —A veces me iba así hasta la pieza de mis papás para hacerles creer que caminaba dormido. Los despertaba y les decía cosas extrañas.
     —¿Como las que escribís? —pregunté.
     Maidana se rió.
     —No. Les hablaba de tesoros escondidos y cosas así. Me había copado con las historias de piratas y estaba todo el día rompiendo las bolas con eso.
     —Yo era sonámbulo en serio.
     —¿Sí?
     Angeleri asintió con la cabeza.
     —¿Y qué hacías? —le pregunté.
     —De todo. Caminaba, hablaba, comía…
     —Qué loco… —dijo Maidana—. Nunca conocí a alguien que fuera sonámbulo.
     —Una vez me levanté a la noche, me puse el uniforme del colegio y la mochila, y me metí en un placard. —Nos reímos—. Al día siguiente no me encontraron y se pegaron un cagazo bárbaro. Hasta llamaron a la policía.
     —¿Y ya no te pasa?
     —No, me pasó hasta los diez más o menos.
     Maidana está haciendo combatir a un He-Man contra un Batman.
     —¿No te importaba que fueran de distinto tamaño? —le pregunté.
     —¿Eh?
     —Si no te molestaba que los muñecos de distintos dibujos animados vinieran de distinto tamaño. ¿No ves que acá He-Man parece un gigante?
     —No, a mí no me importaba. Yo hacía que eran de otro tamaño porque vivían en diferentes universos. O que viajaban a otra dimensión y se achicaban, o se agrandaban. Cosas así…
     —A mí sí me molestaba; yo no los mezclaba. Salvo los de las Tortugas Ninja y los de He-Man, por ejemplo, que medían más o menos lo mismo. Si no, me parecía que unos eran normales y los otros, enanos…
     —Yo sí los mezclaba —intervino Angeleri—. A los más grandes los sostenía más lejos y a los más chicos, más cerca. Así los veía del mismo tamaño.
     —Pero no se podían tocar…
     —Yo hacía como que sí… Por ejemplo, agarraba a este Batman —señaló la foto— y lo ponía acá, y al He-Man acá. Hacía como que Batman golpeaba y a He-Man lo hacía caerse como si le hubieran pegado, ¿entendés?
     —Sí.
     —Yo hasta les cambiaba las cabezas —dijo Maidana, y se rió.
     —Eso es otra cosa —le dije—. Yo también lo hacía. Para un cumpleaños me habían regalado dos muñecos de He-Man repetidos. Man-At-Arms creo que era, que encima me parecía un personaje re-boludo. A uno le saqué la cabeza y le puse la de un bebito de mi hermana. —Maidana y Angeleri se rieron—. Jugaba a que era deforme.
     —¿Acá estás jugando con la comida?
     Maidana está sosteniendo los cubiertos como si fueran muñecos. En el tenedor hay un pedazo de salchicha con puré. Más atrás se lo ve al padre comiendo, la vista fija en el plato.
     Maidana se rió.
     —Sí.
     —¿Y a qué jugabas?
     Maidana se seguía riendo.
     —Jugaba… Jugaba a que el tenedor era una mujer. La comida era el pelo… Yo me lo comía y la mujer quedaba pelada… —Nos reímos—. Y el cuchillo era el novio y se burlaba de ella…
     —Qué hijo de puta…
     —¿Pero vos qué eras? —preguntó Angeleri—. ¿Un monstruo?
     —No. Yo era yo nomás.
     —Porque yo jugaba a que era un monstruo espacial y los pedazos de comida eran extraterrestres.
     Me reí.
     —¡Boludo, yo jugaba a lo mismo!
     —¡¿En serio?!
     —¡En serio, boludo! Jugaba a que el tenedor era una nave que yo mandaba para atrapar a los extraterrestres.
     Angeleri se rió.
     —Yo hacía al revés. En mi juego el tenedor era la nave de ellos. Venían a atacarme y yo me los comía.
     —Qué loco… Jugábamos a lo mismo…
     —Otras veces jugaba a que mi perro era un monstruo —dijo Angeleri—. Una vez le di a He-Man para que lo mordiera. Hice como que Skeletor se lo ofrecía en sacrificio. —Nos reímos—. ¡Me lo hizo mierda! Después le pedí a mi vieja que me comprara otro. «Jodete por no cuidar tus cosas», me dijo, y no me compró un carajo. 
     —Yo también maltrataba los juguetes —dijo Maidana señalando los muñecos mutilados de la estantería.
     —Antes le había dado otros muñecos al perro; pero siempre de los truchos, esos que son como de plástico blando…
     —¿Y nunca te lo volvió a comprar?
     —No, porque después, cuando me iban a regalar un muñeco, siempre terminaba eligiendo otro. Me daba pena tener a He-Man hecho mierda, pero prefería comprar alguno que no tenía… Igual lo seguía usando… Hacía que se había salvado del monstruo pero había quedado todo lastimado.
     Nos reímos.
     —Yo una vez quemé unos soldaditos —dije—. Mi abuela se había comprado una de esas cocinas que vos apretás un botón y se encienden las hornallas y, cuando no me miraban, me puse a jugar a que los soldados caían en una trampa. —Maidana y Angeleri se rieron—. Me quedaron todos deformados, pero yo también los seguía usando. Hacía poco había visto un documental sobre la bomba atómica y jugaba a que los soldados habían sufrido mutaciones.
     —Qué hijo de puta…
     —Yo también quemaba muñecos —dijo Maidana—, pero unos de papel que hacía yo mismo. Copiaba personajes de Patoruzú o de Condorito y los recortaba. Hasta les hacía casas y muebles con cajitas de remedios y las de caldos Knorr.
     —¿Cuánto tiempo estabas haciendo eso?
     —Y… Horas…
     —¿Y todo para después quemarlo?
     —Sí. Pero no lo quemaba enseguida; lo quemaba al final del juego.
     —¿A qué jugabas?
     —A que los personajes vivían todos juntos y se peleaban.
     —¿Y por qué se incendiaba la casa?
     —A uno de los muñecos lo dibujaba feo a propósito y a veces lo hacía desnudo. Entonces los otros se reían de él y lo humillaban.
     Nos reímos.
     —Yo hacía que los otros muñecos humillaban al de la cabeza de bebé —dije.
     Maidana y Angeleri se rieron.
     —¿Pero eso qué tiene que ver con el incendio? —preguntó Angeleri.
     —Los otros se burlaban hasta que el desnudo se volvía loco y quemaba la casa —respondió Maidana.
     Nos reímos.
     —Como Carrie… —dije.
     —Sí, pero, en vez de matarlos con la mente, los quemaba con un fósforo que era una antorcha… Otras veces hacía que Dios les incendiaba la casa como castigo pero se llevaba al desnudo para salvarlo.
     —¿Y lo guardabas para otro juego?
     —A veces, pero casi siempre lo quemaba también. Hacía que entraba a la casa para buscar algo o que se distraía y se quedaba parado cerca. O si no, que Dios lo castigaba por reírse de los malos.
  Nos reímos.
  —¿Vos cuando jugabas hablabas de vos o de tu? —pregunté.
     —De tu —respondió Maidana.
     Me reí.
     —Lo mismo que yo.
     —Yo también —dijo Angeleri—. Y claro… Si en todos los dibujitos hablan de tu.
     —¿Y qué le decían al desnudo? —pregunté.
     Maidana puso voz de malo.
     —¡Eres feo! ¡Mira: se te ve el pito!
     Nos cagamos de la risa.
     —¿Y el desnudo que decía?
     —¡Por favor! —dijo Maidana con voz aguda—. ¡Quiero tener ropa como ustedes! ¡Déjenme ser su amigo!
     Tardamos bastante en recuperar el aliento.
     —Algunas veces hacía los muñecos con escarbadientes.
     —Yo me hacía unos con huevos —dije.
     —¿Con los tuyos? —me preguntó Maidana y se rió solo.
     —¿Qué hacías? ¿Les dibujabas las caritas? —me preguntó Angeleri.
     —Sí. Y los cuerpos. Con marcador.
     —Venían unos muñecos con forma de huevo.
     —Sí —dijo Maidana—. Yo tenía de esos.
     —Yo también —dije—, y los míos los hacía para jugar con esos.
     —¿Qué usabas? ¿Huevos duros?
     —No. Crudos nomás.
     —¿Y no se te rompían? —me preguntó Angeleri.
     Maidana se rió solo.
     —Los rompía a propósito como parte del juego —dije—. Con esos muñecos me habían regalado un avión.
     —Yo también tenía uno. Parecían hueveras.
     —Entonces yo hacía que el avión se caía y que los muñecos de huevo eran los que se morían.
     Nos reímos.
     —¡Qué enchastre que debías hacer!…
     —Sí… Y yo jugaba a que todo era sangre… Si no, otra cosa que hacía era clavarles algo y jugar a que los habían acuchillado.
     —Qué hijo de puta…
     —Che, ¿y jugaban con los Playmobil? —pregunté.
     —¡Seeeee! —dijo Maidana y se puso a buscar en un cajón. Nos mostró unos Playmobil sin pelo. A uno le faltaba un brazo y el otro tenía la cara pintada con marcador verde.
     Nos reímos.
     —¡Los hacías mierda, hijo de puta!
     —Yo siempre me quise comprar el barco pirata —dije—. Guardaba toda la plata que me regalaban mis familiares, pero, cada vez que estaba por llegar, el barco aumentaba…
     —Sí… Era caro…
     —Al final me cansé y use la plata para comprarme varias cosas más chicas… Una vez fui a la casa de un compañero de la escuela y lo tenía. El hijo de puta le había quemado las velas jugando al abordaje.
     Maidana y Angeleri se rieron.
     —¡Mirá lo que me hiciste acordaaar! —exclamó Angeleri—. En casa teníamos unos pececitos. Yo a veces jugaba a que los Playmobil los pescaban. ¿Vieron que hay unas redecitas con manija para cambiarlos de lugar cuando limpiás la pecera? Bueno, yo hacía que los pescaban con eso. Un día se me cayó uno y se lo comió el gato.
     Nos reímos.
     Seguimos mirando las fotos.
     —¿Te tapás el ojo para hacer que tenés un parche?
     Maidana se rió.
     —Sí.
     Maidana está en cueros. Con una mano se tapa un ojo y con la otra empuña una cuchara de madera. Al lado suyo hay otro nene, disfrazado de pirata. Tiene sombrero, parche, pata de palo, garfio… Solamente le falta el loro.
     —Este pibe era re-amarrete. Le habían comprado el equipo de pirata y no me prestaba nada. Me hacía poner un pañuelo de la madre y me daba esa cuchara… Cuando la madre me veía, me quitaba las cosas y encima me retaba a mí.
     Nos reímos.
     —Cuando me preguntaban qué quería ser de grande, yo decía pirata —dijo Angeleri—. Y mi papá siempre hacía el mismo chiste. «Escuchalo: quiere ser político», le decía a mi mamá, y yo no entendía…
     —Yo quería ser presidente o astronauta.
     —Yo entendía que podía elegir cualquier cosa y contestaba hormiga —dijo Maidana—. O silla.
     Nos cagamos de la risa.
     —En la primaria le empecé a tener miedo a este muñeco.
     Maidana está vestido con guardapolvo de jardín de infantes. En la mano tiene un pitufo. Su mamá está en cuclillas abrazándolo.
     —¿Por lo que decían de los pitufos? —pregunté.
     —Sí. Tenía un compañero que estaba todo el día contando historias de muñecos de pitufos que mataban a los dueños.
     —Cómo rompían las bolas con eso… —dijo Angeleri.
     —¿A vos también?
     —Sí…
     —Al principio yo no le creía nada, pero después me empezó a agarrar miedo. Entonces agarré al muñeco y lo enterré en el patio… Después de unos días lo fui a buscar y ya no estaba. Mi mamá lo había encontrado y se lo había regalado al hijo de unos vecinos. Como no me dijo nada, yo creí que se había escapado… —Angeleri y yo nos reímos—. Boludo, dormía con una linterna y, cuando escuchaba un ruido, alumbraba pensando que iba a ver al pitufo…
     Nos cagamos de la risa.
     —Yo de chico le tenía miedo a mi bisabuela —dijo Angeleri.
     Me reí.
     —¿A tu bisabuela?
     —Si, boludo; me parecía rara. Era muy vieja y muy flaca y estaba siempre callada… Me acuerdo que un día, sin darme cuenta, entré al baño cuando estaba ella… Me sonrió y trató de tocarme. Yo me puse a gritar y salí corriendo.
     Nos cagamos de la risa.
     —Me hicieron acordar de una —dije—. Cuando éramos chicos, mi hermana le tenía miedo a la oscuridad. Entonces nos acostábamos con la luz encendida y, cuando nos dormíamos, mis viejos la apagaban. Algunas veces mi hermana se despertaba en medio de la noche y se pasaba a mi cama. Al otro día yo sentía el colchón mojado y era que mi hermana se había meado.
     Se cagaron de la risa.
     —Te lo merecías por lo de los caramelos de menta —me dijo Maidana.
     Sonreí.
     —¿Qué es lo de los caramelos de menta? —preguntó Angeleri.
     —¿No te contó?… Contale, Miguel.
     —A mi hermana no le gustaban los sugus de menta y yo, para joderla, les cambiaba el papel.
     —Qué hijo de puta…
     —La pobre los escupía y se ponía a llorar.
     —Yo a mi hermana también le hacía jodas —dijo Angeleri. Tenía una hermana de veintipico—. Una vez le hice creer que me había roto la nariz. Había leído en una revista un truco para hacer como que te golpeabas con la puerta.
     —¿Cómo era? —preguntó Maidana.
     —Era una boludez: ponías el pie adelante para frenarla y te tirabas para atrás como si te pegara.
     —¿A ver?
     Maidana se levantó y fue hasta la puerta de la habitación.
     —Cuidado, boludo; no te vayas a golpear en serio… Primero tenés que poner el pie y medir con la puerta para poner la cara un poco más atrás.
     —¿Cómo?
     —Así. Prestame.
     Angeleri le mostró.
     —A ver, hacelo —dijo Maidana.
     Angeleri fingió que se daba la puerta en la cara. Maidana se mató de la risa.
     —¡Está bárbaro! A ver, dejame a mí.
     Le salió casi tan bien como a Angeleri.
     —Después te tenés que agarrar la nariz.
     Maidana se seguía riendo.
     —¡Se lo tengo que hacer a alguien!
     Lo hizo un par de veces más y seguimos con las fotos.
     —¿Qué tenés en la mano?
     Maidana está andando en triciclo.
     —Una tortuga. No sabés, boludo: cuando andaba rápido, la tortuga se meaba.
     Nos reímos.
     —¿En serio?
     —En serio, boludo; te dabas vuelta y veías el hilito de pis…
     —¿Cómo se llamaba? —preguntó Angeleri.
     —Manuelita.
     —Qué original, como la mía… Todavía me acuerdo cuando se murió… Un día vinieron unos amigos de mis viejos con el hijo y yo se la quise mostrar. Fui al patio y no la encontraba por ningún lado. En eso la veo en un cantero. Yo pensé que estaba dormida… Cuando la voy a levantar, veo que le empiezan a salir lombrices por todos lados.
     Angeleri se interrumpió. Seguí su mirada y vi al padre de Maidana, parado en la puerta. Era igual a él pero más robusto. Nos observaba en silencio; me hizo acordar al viejo de Astrábalon. Después de unos segundos se fue. Caminaba tambaleándose. Se llevó una silla por delante, entró a su habitación y dio un portazo. Maidana miraba el piso.
     —¡Perro! —se escuchó que gritaba el padre. Al rato repitió—: ¡Perro!
     Arrastraba las erres.
     A la tercera, Maidana se levantó y salió de la pieza. A través de la pared se escuchaban los gritos del padre. No se entendía lo que decía. También se escuchaba la voz de Maidana. De reojo vi que Angeleri me miraba, pero me hice el boludo. Alcancé a comprender algunas palabras sueltas. El padre decía algo de las fotos y de esos pendejos de mierda. Algo golpeó la pared; parecía un despertador de los viejos. Se escuchó otro golpe y Maidana pegó un grito. Después, absoluto silencio. Con Angeleri nos miramos. Pasaron unos minutos y escuchamos que el padre lloraba.
     Maidana entró a la habitación.
     —Van a tener que irse. Perdón…
     Tenía la cara inexpresiva, pero le temblaba un poco la voz.
     Cuando íbamos para la avenida, Angeleri intentó hablar del tema.
     —Qué loco, eh… —me dijo. Yo ni lo miré—. Con razón… Ya me parecía raro que la otra vez no nos dejara entrar…