sábado, 30 de abril de 2011

11

     Maidana se había escondido. No era la primera vez que lo hacía. Ya nos tenía podridos.
     —¡Dejate de joder, boludo! —le gritó Angeleri—. ¡Parecés un pendejo!
     —Yo me voy yendo, Nicolás —dije—; estoy apurado.
     —Esperá un cacho, Miguel; no me vas a dejar solo jugando a las escondidas con este boludo…
     —Entonces vení vos también.
     —Pará que no arreglé lo del trabajo práctico. ¡Dale, boludo, ya fue! ¡Dejate de joder que tenemos que coordinar para juntarnos por lo de cívica!
     —¡Dale, Cristian, que me tengo que ir!
     No hubo caso: Maidana no salía de su escondite. En la puerta de la escuela, Lezcano y Domínguez se despedían de Onzari.
     —Bueno. Yo me voy, Nicolás; vos hacé lo que quieras. 
     Angeleri suspiró.
     —Está bien, voy con vos. Lo voy a tener que llamar por teléfono…
     Cuando llegamos a mitad de cuadra, Maidana nos alcanzó corriendo. Se mataba de la risa.
     —Qué gracioso que sos, eh… —le dijo Angeleri—. Parecés mogólico.
     Lezcano y Domínguez también iban hasta la avenida, pero después doblaban para el lado de Puente Saavedra. Yo aprovechaba para mirarla un poquito más a Lezcano por última vez en el día. Esa era la razón de mi apuro.
     —Tenemos que arreglar lo del trabajo de cívica, boludo —dijo Angeleri—. ¿Cuándo nos podemos juntar en tu casa?
     —Mañana, si te parece —respondió Maidana.
     —Yo mañana no puedo; tengo que ir a lo de mi viejo. ¿El viernes?
     Intervine.
     —El viernes no puedo yo. Cumple años mi abuela y vamos a su casa a festejarlo.
     Angeleri me miró con extrañeza.
     —¿Vos no lo hacés con D’Agostino?
     —No… ¿Por qué voy a hacerlo con él?
     —Porque es tu compañero de banco.
     —¿Y eso qué tiene que ver?
     —Nada… Pero pensé que también ibas a hacer el trabajo con él.
     Negué con la cabeza.
     —Yo sé por qué Miguel se sienta con Javier —dijo Maidana.
     —¿Por?
     —Porque gusta de Lezcano y se quiere sentar detrás de ella.
     Lo miré.
     —¿Qué?
     Maidana se rió.
     —Dejá de hacerte el boludo, Miguel. Si estás todo el día mirándola…
     —Hablá más bajo, boludo… —intervino Angeleri—. ¿No ves que está enfrente?
     Maidana se tapó la boca con las dos manos. Parecía uno de los monos sabios.
     —Perdón.
     Miré para ver si Lezcano había escuchado. Me pareció que no.
     —¿Ves que gustás de ella? —susurró Maidana.
     Parecés de la primaria, pelotudo, pensé, pero le dije:
     —¿Por qué?
     —Porque te fijás si escuchó.
     —Cualquiera… Me fijo si escuchó porque estás hablando pelotudeces y no quiero que te oiga.
     —Te enojás porque gustás de ella.
     —No, me enojo porque me vas a hacer quedar como el orto.
     Maidana se rió en silencio.
     —¿Por qué no le dejás de romper las bolas, loco? —dijo Angeleri—. Si le gusta o no le gusta es cosa suya…
     —Pero que no se haga el boludo. Si estamos entre amigos…
     —Es asunto suyo. ¿Por qué uno tiene que andar contando esas cosas? Además, si es verdad que le gusta, el otro día lo hiciste quedar para el culo con lo del petú.
     Maidana se puso serio.
     —Nooo, boluuudo… No me digas que estaba escuchando… Perdoname, no me di cuenta…
     No supe qué responderle.
     —Qué boludo que soy… En serio, perdoname…
     Angeleri cambió de tema.
     —Che, arreglemos lo del trabajo. ¿Vos el lunes podés, Miguel?
     —Sí.
     —Bárbaro. ¿Quedamos para el lunes, Cristian?
     —Dale.
     Nos despedimos de Maidana en la puerta de su casa y seguimos caminando en silencio. Aproveché para mirarla a Lezcano, pero más furtivamente que de costumbre. Ahora que sabía que se me notaba, tenía que ser más precavido.
     —Che, boludo, te tengo que contar algo… —me dijo al rato Angeleri.
     —¿Qué?
     —No sabés lo que me pasó el otro día, boludo… Yo pensé que te lo había contado, pero vos ese día faltaste. El jueves de la semana pasada.
     —Ajá…
     Dios mío, ya empieza…
     —No sabés lo que me pasó…
     No, la verdad que si no me lo contás no hay manera de que yo lo sepa. Pero mejor no me lo cuentes.
     —Resulta que salgo de casa para venir al colegio, ¿no?
     Si vos lo decís…
     —Ya venía con retraso y encima no pasaba ningún bondi.
     Qué bien que le queda esa blusa…
     —Y en eso viene un sesenta. Yo nunca me lo tomo porque siempre viene hasta las manos, pero otra no me quedaba…
     ¿Blusa se llamará esa prenda?
     —La cuestión es que en la parada de Roque Sáenz Peña se está por bajar una mina con un nene de unos cuatro años. —Dudó—. ¿O era en la de Gutiérrez?… No, era en la de Sáenz Peña, porque en Ricardo Gutiérrez paró después.
     ¿Y qué carajo importa, hijo de puta? ¿Afecta a la historia?
     —Lo que pasa es que siempre me confundo la municipalidad con la biblioteca. No son parecidas, pero, no sé por qué, siempre me las confundo cuando las uso de referencia. 
     ¿En serio? ¡Qué interesante, che!…
     —Bueno. El tema es que había una pareja con un nene de cuatro años. Yo en ese momento no los vi porque el bondi estaba hasta las pelotas; recién los vi cuando se bajaron.
     Qué bien que le queda el azul…
     —La cuestión es que primero se baja el tipo, ¿no?, y cuando se está por bajar la mina con el nene, el bondi arranca de golpe.
      Pero mejor le queda el rojo.
     —Y el nene queda colgando de la mano de la madre.
     Le hace juego con los labios.
     —¡No sabés, loco! ¡Hasta que el bondi llega a la otra parada, el pibe colgado con los pies en el aire!
     Yo le tengo que decir algo…
     —Y la mina gritando. «¡Socorro! ¡Socorro!»
     No puedo ser tan boludo…
     —Y la gente gritándole al chofer que pare.
     Tengo que agarrarla sola y decirle algo.
     —Yo no sé si el chofer no escuchaba o se hacía el pelotudo… No puede no haber escuchado; varias personas le gritaban…
     ¿Pero cómo? Si está todo el tiempo con Domínguez…
     —Para mí que el tipo escuchaba pero no entendía lo que le decían. Debe haber creído que la mina se había pasado de la parada y que por eso gritaba; si no, no se entiende.
     Cualquier otro la hubiera hecho fácil: ya la hubiera encarado diciéndole «¿Puedo hablar a solas con vos un momento?».
     —Tiene que haber pasado eso; se ve que con tanta gente el chofer no podía divisar a la mina con el pibe colgando.
     Pero yo soy un pajero.
     —La cuestión es que el bondi llega a la otra parada, la de Gutiérrez, y la mina se baja llorando. El chofer cierra la puerta, como si nada, y justo lo agarra el semáforo.
     La podría seguir hasta que se separe de Domínguez.
     —En eso se escucha un golpe. Me doy vuelta y lo veo al marido de la mina pateando la puerta del bondi. «¡Abrí, hijo de puta! ¡Abrí que te reviento!», le gritaba. Estaba hecho una furia, todo colorado. Encima había venido corriendo…
     Claro… La sigo como la Pantera Rosa: escondiéndome detrás de cada arbolito. Cualquiera… Qué ridículo que soy a veces… Lo que tengo que hacer es buscar alguna excusa para ir para ese lado.
     —«¡Te voy a matar, hijo de puta!», y el chofer como si nada. Bah, como si nada no… Se notaba que se estaba poniendo nervioso.
     Ahí está: me invento un amigo.
     —Encima adelante de todo había dos viejas que empezaron a tirarle palos.
     ¿Dónde me conviene que viva?… Domínguez dobla en Roca y Roxana vive en Laprida, o Aristóbulo del Valle, una de esas.
     —«¿Vio cómo son? ¡Son unos asesinos!» «Sí, no les importa nada.» «Nada de nada; lo único que quieren es terminar rápido con el recorrido.»
     ¿O era al revés?… No, era así. Domínguez vivía en Roca, cerca de Maipú. Parezco Angeleri…
     —Entonces el semáforo cambia y el chofer arranca, ¿no?
     —Ajá…
     Entonces me conviene que mi amigo viva a la altura de Laprida.
     —¿Vos podés creer que, encima de todo lo que había pasado, el tipo no hace ni media cuadra y se lleva puesto un Alfa Romeo?
     No… No puede vivir en Laprida; sería demasiada casualidad.
     —¡Y encima no sabés quién lo conducía!… —Hizo una de sus pausas para crear suspenso, pero gradualmente su expresión fue mutando del misterio a la duda—. Puta madre, no me acuerdo cómo se llama… Un actor conocido es… De las telenovelas más que nada.
     Mi amigo tiene que vivir en un punto intermedio, cosa de que no sea sospechoso pero que también me dé un tiempo como para hablarle.
     —¿Cómo se llamaba este tipo?… Yo se lo describí a mi vieja y ella lo ubicó. Me dijo el nombre y en qué telenovelas había laburado pero ahora no me acuerdo…
     Un punto intermedio, como Las Heras, por ejemplo.
     Llegamos a la avenida.
     —Te acompaño hasta la parada. Hoy voy para ese lado porque voy a lo de un amigo.
     —Dale, y así te termino de contar… Bueno, no me voy a acordar del nombre del actor. La cuestión es que este otro tipo también se pone de la cabeza y también se pone a patear el bondi.
     Entonces voy a hacer que mi amigo viva en Las Heras y Monasterio. Cerca de lo de Mendoza.
     —Y el otro, el padre del nene, aprovechó para alcanzar el bondi otra vez a la corrida y se puso a patear la puerta de nuevo.
     Así después de que dobla Domínguez, tengo unas cuatro o cinco cuadras como para ir preparando la situación.
     —¡No sabés! ¡Era un pandemonium!
     ¿De dónde sacaste esa palabra, hijo de puta?
     —Los dos tipos pateando el bondi, uno de cada lado; la mujer del actor tratando de calmarlo; la madre del nene tratando de calmar al marido; y el nene, a upa de la madre, llorando a los gritos…
     Puta, ya me sacaron como una cuadra…
     —Y encima el chofer, asomado a la ventanilla: «Tranquilo, macho, no te hagás el loquito…». ¡Para qué! ¡El actor estaba hecho una furia! ¡No sabés! ¡Saltaba y le tiraba cabezazos!
     Andá redondeando, Angeleri, que esta vez ni en pedo te espero a que la termines.
     —Y las dos viejas cotorras de adelante hablando del actor. «¿Sabe por qué está así? Porque lo echaron del canal.» «¿Cómo que lo echaron?» «Sí, se le venció el contrato y no se lo renovaron. ¿No vio que ya no aparece en las novelas?» «Ahora que me lo dice es verdad, hace tiempo que no lo veo en la televisión.»
     Llegamos a la parada del bondi.
     —Bueno, Nicolás, te dejo porque estoy apurado; quedé con este pibe en que pasaba a las seis. Mañana me seguís contando.
     Se quedó medio cortado.
     —Bueno… Mañana te sigo contando.
     Las alcancé en la esquina porque las agarró el semáforo. Domínguez me vio primero y le hizo una seña a Lezcano.
     —¿Qué hacés vos por acá, Miguel?
     Parecía contenta.
     —¿Qué pasa? ¿No puedo venir para este lado?
     Sonrió.
     —No, está prohibido. Estás en mi territorio.
     —¿Y cómo hago? Tengo un amigo que vive por allá. ¿No podés hacer una excepción?
     —Mmmh… No sé, no sé… Lo tengo que pensar.
     —Por favor.
     —¿Dónde vive tu amigo?
     —En Las Heras y Monasterio.
     —Mmmh… Bueno, está bien; te dejo. Pero por esta vez, eh…
     —¿Y si lo quiero visitar de nuevo?
     —Me tenés que volver a preguntar.
     —Bueno.
     —Ya que estás, sumate a nuestro debate. ¿Para vos qué es mejor, el inglés o el francés?
     —¿Mejor para qué?
     —Para hablarlo, tonto. ¿Para qué va a ser?
     —Ah… Yo prefiero hablar el castellano.
     —¡Pero el debate es entre el inglés y el francés! ¡Qué tipo, eh! Mirá que si empezás así, no vas a poder visitar a tu amigo…
     —¡Pero si ya me dejaste!
     —¡Me puedo arrepentir!
     —¡No vale!
     —Ah, no sé… Es mi territorio y yo pongo las reglas.
     —Bueno, explicame de nuevo.
     —El tema empezó porque yo le estaba contando a Marina que a mi hermana, que va a la mañana, le dan francés. Yo dije: «Qué suerte que tiene…», y ahí empezó el debate. —Me encantaba cómo movía las manos al hablar—. Marina dice que es mejor el inglés porque ella piensa… Decile vos, Marina.
     —Porque se habla en todo el mundo. Es como el idioma universal. Sabiendo inglés podés viajar a cualquier parte, que alguien que hable inglés vas a encontrar. En cambio el francés… lo hablan los franceses y la hermana de esta.
     —¡Qué maaala, che! —dijo Lezcano y le pegó en broma—. ¡Además, para que sepas, hay otros lugares donde se habla francés! En la Guayana Francesa, en Canadá… Y el francés es mejor porque es más lindo. Es… no sé… como sensual… En cambio, el inglés es un idioma frío.
     —¿Pero en qué idioma cantan todos los cantantes que escuchás? —le preguntó Domínguez.
     —En inglés, pero no tiene nada que ver. Si Bon Jovi cantara en francés, me gustaría más. ¿A vos qué te parece, Miguel?
     —A mí me da igual porque sé hablar los dos.
     —¿En serio? ¿Sabés hablar francés?
     —Sí.
     —¿A ver?
     —¿Qué querés que te diga?
     —No sé… Lo que quieras…
     —A ver… Paté de fua.
     Se rió.
     —¡Qué tonto! ¡Y yo que te creí!
     —¿Paté de fua es o no es francés?
     Se mordió el labio inferior y tuve ganas de morderlo yo también.
     —Y sé más, eh… Omelet, por ejemplo. Así que si viajo a Francia, de hambre no me voy a morir.
     Se rieron.
  —Llego al restorán. Fijate, eh… Restorán: francés. Lo llamo al mozo: «¡Eh! ¡Garcón!»…
  Se rieron.
  —… y le pido un omelet con paté de fua. O si no: purechef.
     Se rieron.
     —Qué tonto…
     —Para beber: champán. O si no: eau.
     —¿Eh?
     —¡Eau! ¿No te enseñó tu hermana lo que es eau? ¡Agua! Como en eau de toilete… ¿Ves? También le puedo preguntar al garcón dónde queda el baño.
     Se rieron.
     —Y de postre: mus de chocolaté.
     —Qué pavo que sos, eh…
     Llegamos a Roca y cuando la voy a saludar a Domínguez, me dice:
     —No, la que dobla acá es Roxana.
     ¡La puta madre! ¡Era al revés!
     —Bueno, Miguel… Hasta mañana. Muy linda la charla. No te prometo nada, pero creo que la próxima te dejo que visites a tu amigo.
     —Gracias.
     Con Domínguez prácticamente no hablamos el resto del camino.
     ¡Qué pelotudo que soy! ¡Ahora la cagué! No me puedo inventar otro amigo que viva por Roca… Qué bajón, loco… Bueno, por lo menos tengo una excusa para acompañarla otras veces. Qué tarado que soy… Igual seguro que no me animaba a decirle nada. Si soy un maricón…
     —¿Cómo te fue en la prueba de inglés?
     —Bien.
     Cuando me hablaba no sabía a qué ojo mirarla.
     —Era difícil, ¿no?
     —Sí.
     —Igual, si sabés tanto inglés como francés, para vos es una papa…
     Me reí sin ganas.

lunes, 25 de abril de 2011

10


     Si no era Maidana con los pedos, era Tortonese con las pajas.
     —¿Y vos cuántas te hacés por día, Javier?
     —Dejate de joder, boludo…
    —¡Dale, boludo, que estamos entre amigos! Yo me hago cuatro. Lautaro ya me dijo que dos. ¿Vos cuántas?
     —Trescientas mil, pelotudo, ¿estás contento?
     Tortonese se rió.
     —¡Epa! ¡¿Tantas?! ¡Te vas a esguinzar la muñeca, zarpado!
     Que no venga para acá, que no venga para acá, que no venga para acá…
    Yo me había quedado dibujando en mi banco para estar cerca de Lezcano, que estaba estudiando con Domínguez. Pensé en escaparme del aula con la excusa de ir al baño, pero Tortonese bloqueaba la salida y seguro que me interceptaba.
     —¿Vos, Olarticoncha?
     Sos un hijo de puta, pensé, pero levanté la vista y puse cara de boludo.
     —¿Eh?
     Se paró al lado de mi banco.
     —¿Cuántas pajas te hacés por día?
     Lezcano y Domínguez me miraron; creo que se sonreían.
     Dudé.
     —Ninguna.  
     —¡Andáaa! ¡Ninguna! ¡Los pornocos te delatan, Olarticoncha!
     Me puse a dibujar.
     Me voy a poner colorado.
     —¿Cuántas? ¿Tres?
     Ojalá que te mueras, hijo de puta.
     —¿Más?… ¡Cinco!
     Forro de mierda.
     —¡Epa! ¿Más todavía? No sé… ¿Diez?
     El Tano entró al aula.
     —¿Vos, Tano? ¿Cuántas pajas te hacés por día?
     —Justo vengo de hacerme una.
     —¿En serio?
     —Sí, boludo. Como tres me hice en realidad, pensando en el orto de tu vieja.
     Tortonese se rió.
     —¡Hay que tener estómago, che! ¿Cómo hiciste para que se te pare?
     El único que no se hacía problema era Fiorentino.
   —No sé… Pierdo la cuenta. Como siete, ocho… A veces hasta diez. Los fines de semana.
     Tortonese se mataba de la risa y aplaudía.
     —¡Qué fenómeno!
     —Y con las dos manos, eh…
    —¡Sos Masturboy, boludo! ¡El superhéroe de la paja! ¿Nunca te la hiciste con las uñas pintadas?
      Fiorentino se rió.
     —No, boludo…
     —Y si antes te sentás encima de la mano, mejor, boludo. Porque se te duerme y, como no la sentís, parece que te la está haciendo una mina en serio.
     —Esta noche le robo los cosméticos a mi vieja, boludo.
     Todos nos reímos.



     Fiorentino está abajo de Ibarra, en la primera fila. Tiene la cara llena de granos y sonríe con picardía. Los ojos verdes le brillan debajo de las cejas pobladas. Después de Maidana, era el más petiso del curso.
     A su derecha está Olivera, su compañero de banco, poniendo cara de ganador. Tiene la tez bronceada y se para los pelos con gel.



     Fiorentino y Olivera destrozaron sus calamares.
     Como Javier se había olvidado el suyo en el congelador, tuvimos que compartir el mío.
    —Desde ya les aviso que los que no trajeron el material de trabajo no van a tener la misma nota —dijo la profesora—. Así que después no se quejen.
     También nos había pedido que trajéramos bisturí, pinza de depilar y otros elementos. A falta de bisturí, Fiorentino había traído un cutter y Olivera un tramontina.
     Javier se dedicó a mirar lo que yo hacía.
     —Cortalo vos, boludo, que a mí me da impresión.
     —Observen que cada uno de los tentáculos cortos está cubierto, a lo largo, por dos filas de ventosas.
     La profesora se puso a dibujar en el pizarrón.
     —En cambio, los dos tentáculos largos únicamente tienen ventosas en los extremos en forma de paleta.
     Javier se rió.
     —Qué hijo de puta… —dijo por lo bajo.
   Seguí su mirada. Fiorentino golpeaba a Olivera con su calamar, intentando que los tentáculos se le pegaran en la cara. Olivera contraatacó e hizo otro tanto con su propio calamar en la cara de Fiorentino. Se cagaban de la risa.
     —¡¿Qué pasa?!
     La profesora se dio vuelta y los dos se hicieron los boludos.
     —Disculpe, profesora, nos reíamos porque es verdad lo de las ventosas —dijo Fiorentino.
     —Como en los dibujitos —dijo Olivera.
     La profesora descubrió el cutter y el tramontina.
     —Con esos materiales no van a poder trabajar. Les pedí que trajeran un bisturí.
     —Es que no conseguimos…
    —No es excusa; les expliqué cómo armarse uno con un tubo de birome y una hojita de afeitar.
     No supieron qué responder.
     —Es un trabajo de precisión, no van a poder hacerlo con esos elementos.
     —Usted fume, profe… —dijo Olivera.
     —¿Cómo dice?
     —Digo que se quede tranquila, que vamos a trabajar con cuidado.
     La profesora dudó pero prosiguió con la clase.
   —Bueno… Antes de abrir el tronco, vamos a estudiar la cabeza. Como verán, está provista de una especie de pico curvo, parecido al de un loro, formado por dos mandíbulas quitinosas. Cuidadosamente, con la pinza de depilar, van a separar una de las mandíbulas para poder apreciar la boca con detalle.
    Estaba por hacerlo cuando sentí un dolor detrás de la oreja. Me dí vuelta. El Turco miraba el techo con una sonrisita pícara. Tenía una bandita elástica en la mano.
     Javier se rió y me tocó el hombro.
     —Mirá, boludo…
     Olivera le había puesto un cigarrillo en la boca a su calamar y lo sostenía junto a su cara. Él también tenía un pucho en la comisura de los labios y sonreía con cara de canchero. Fiorentino se reía sin sonido.
    Volví a sentir el dolor detrás de la oreja. Me di vuelta y otra vez el Turco con cara de boludo. Me lo quedé mirando fijo.
   —Ahora vamos a observar la estructura del ojo, que tiene similitudes con la del ser humano. Con la pinza de depilar, con mucho cuidado, van a desprender la córnea.
     Lo hice.
     —Qué asco… —dijo Javier.
     Lo miré a Fiorentino. Tenía al calamar agarrado como si fuera por el cuello y con la pinza le estaba arrancando los ojos por completo. Lo movía con la mano figurando que se debatía. Olivera se reía sin sonido.
     El Turco me volvió a pegar con la bandita elástica, esta vez en la nuca.
     —¿Qué te pasa, loco?
     —¿A mí? Nada… ¿Por qué?
     Me di vuelta y seguí trabajando.
     Fuimos abriendo el calamar para estudiar sus distintas partes. Mientras tanto, Fiorentino y Olivera hacían luchar a sus calamares con el cutter y el tramontina. Los hacían saltar como en los videojuegos. Herido de muerte, el calamar de Olivera se rindió, dejando su tramontina a los pies del de Fiorentino en señal de sumisión. Con un tentáculo se agarraba la herida mortal que tenía en el pecho, con otro le pidió a su vencedor ayuda para levantarse. El calamar de Fiorentino, apiadándose, le tendió un tentáculo y el de Olivera aprovechó esta honorable actitud de su rival para asesinarlo a traición con una victorinox que tenía escondida.
     —¡¿Se puede saber qué hicieron con esos calamares?!
     —Disculpe, profesora —dijo Fiorentino—; usted tenía razón: estos elementos no sirven.
     Cuando terminó la clase, se pusieron a amasar sus calamares hasta que solo quedaron de ellos dos pastas grisáceas. Había tal hedor en el aula que tuvimos que salir todos al patio. El calamar de Fiorentino terminó contra una de las paredes del aula. Dejó una marca que todavía estaba cuando años más tarde, después de rendir las últimas materias que debía, volví al colegio para retirar el título. El de Olivera terminó en medio de la carpeta de Angeleri.
     Al día siguiente Javier volvió asqueado.
     —Boludo, no sabés… ¿Viste que yo me había olvidado el calamar en el congelador? Llegué a mi casa y mi vieja lo había hecho con arroz.

viernes, 22 de abril de 2011

9

     —¿No les jode si hoy me siento con Javier para soplarle en la prueba?
     —No, boludo… —me dijo Maidana—. Mejor, así no te sentás solo…
     Angeleri no contestó nada.
     Javier me lo había pedido en la entrada.
     —¿Y Fernández? —le pregunté.
     —Se ratea.
     Acepté encantado. Encima delante de Javier se sentaba Lezcano.
     —¿Qué hacés vos acá?
     —Le voy a soplar a Javier en la prueba.
     —Eso no se hace, che… —me dijo en broma.
     Detrás de Javier se sentaba el Tano.
     —¡Así me gusta! ¡Hágase hombre! ¡No se siente más con esos maricones!
     Me palmeó la espalda. Miré de reojo para ver si Maidana y Angeleri habían escuchado. Maidana se reía a carcajadas, creo que de un chiste que él mismo había contado. Angeleri se dio vuelta y me miró.
     Al lado del Tano se sentaba el Turco.
     —¿Qué pasó? ¿Lo cambiaste a Fernández por Olartichotea?
     —Me parece que hice negocio.
     Detrás del Tano se sentaba Tortonese.
     —Que Olarticoncha te sople y vos me pasás a mí. ¿Quedamos así, Tano?
     —¿Qué te pensás que soy? ¿Tu secretaria?
     —Dale, boludo, haceme la gamba…
     —Andá a sentarte atrás del puto y del Balín, y que te soplen ellos.
     —Que te soplen la vela —dijo el Turco, y los pibes se rieron.
     —Dale, Tano, no seas garca…
     Y al lado de Tortonese se sentaba Boglioli.
     —Dale, loco, que en esta prueba me tengo que sacar un diez…
     Tortonese se rió.
     —La profesora va a sospechar, boludo: todo uno y de repente un diez…
     —Le digo que me puse las pilas.
     Todos nos reímos.



     En la clase de dibujo, Lezcano se me acercó.
     —A mi hermana le encantaron tus perritos. Primero le mentí que los había hecho yo, pero no me creyó. ¡Y claro! ¡Mirá si yo voy a dibujar tan bien!
     —No seas tonta. No me gusta cuando hablás así de tus dibujos.
     Se rió.
     —Si tanto te gustan, después te hago uno.
     —Me encantaría.
     Tenía puestos los mismos anteojitos que usaba para leer. Me gustaba mucho como le quedaban. Se ve que se dio cuenta de que se los estaba mirando.
     —¿Viste qué feos me quedan los anteojos?
     —No digas eso; te quedan bien…
     —El oculista me los recetó para ver de cerca. Por suerte no los tengo que usar todo el tiempo.
     —Si no te gusta cómo te quedan esos chiquititos, ¿qué me queda a mí con estos culo de botella?
     Se rió.
     —¡Qué tonto! ¡No seas exagerado! No te quedan mal. Te dan pinta de chico inteligente…
     No quiero parecerte inteligente, quiero parecerte lindo, pensé, pero no dije nada.
     —¿A ver? ¿Me los prestás?
     Se los probó.
     —¡Uy, cuánto aumento!
     Se rió y se los sacó.
     —¿Cuánto tenés de miopía?
     —Cinco en cada ojo, más o menos.
     —Así, sin los anteojos, ¿me ves?
     A vos te veo hasta si me arrancan los ojos, pensé, pero le dije:
     —Borrosa.
     —Mejor.
     —¿Por qué?
     —¡Así no te asustás!
     Se rió.
     Pensé en decirle que era muy linda, pero no me animé. De solo pensarlo me puse colorado. Creo que ella se dio cuenta.
     Me devolvió los anteojos.
     —Te salen re-bien los animales —me dijo. Estaba dibujando un águila a punto de atrapar a una liebre—. El Turco también dibuja bien, ¿viste?
     Pensé: Andá a fijarte lo que está dibujando. Hizo un tipo con dos manos izquierdas, el muy tarado…, pero le dije:
     —Ajá…
     —No tan bien como vos, obvio… Pero se defiende.
     —Vos dibujás mejor.
     —¡Che, pobre!… ¡Tampoco dibuja tan mal!
     Se rió.



     Al día siguiente, Fernández entró y me vio sentado en su banco.
     —Mmmmh… Yo no quiero decir nada, Fernández, pero me parece que Ortichota te está serruchando el piso —dijo el Turco.
     Me levanté.
     —Disculpá, como no llegabas pensábamos que ya no venías.
     —Quedate, boludo… —me dijo Javier—. Que se siente en otro lado. Ya me tiene podrido, se la pasa todo el día cantando temas de los Redondos.
     Empecé a juntar mis cosas.
     —Quedate, Olarticoncha, que yo me siento en el fondo —me dijo Fernández.
     —¿Estás seguro?
     Me palmeó el hombro.
     —Seguro, boludo… Quedate que yo tampoco me lo aguanto a este nabo. Te lo regalo.
     Dudé pero me senté. Fernández arrojó su carpeta al último banco.
     —Yo me siento acá, solito… Nadie me va a romper las pelotas… Y de paso vos ya no te sentás con esos dos putos que te van a terminar contagiando.
     Por suerte Maidana y Angeleri todavía no habían entrado al aula.
     En el recreo me fui al quiosco con ellos dos. Angeleri parecía sorprendido.
     —¿Cómo te fue en la prueba de historia, Miguel? —me preguntó Maidana.
     —Creo que bien.
     —Creo que a mí también. Pero no estoy seguro, porque viste que la mina te pregunta distinto que en la carpeta. Para que no estudies de memoria.
     Asentí.
     —¿Le pudiste pasar a Javier?
     —Sí.
     —Qué suerte… Es medio despistada la profesora, ¿no?
     —Bastante.
     —Che… ¿Quién se tiró un petú?
     —¿Un qué?
     —Un petú, boludo… ¿No saben lo que es un petú?
     Con Angeleri nos miramos.
     —Un pedo, boludo… —explicó Maidana. Había sido yo—. ¿No les decían, de chiquitos, te tiraste un petú? Mi tía me decía así.
     Traté de cambiar de tema.
     —Che, ¿la de lengua había pedido algo para hoy?
     No sirvió de nada.
     —Me parece que fue Miguel —dijo Maidana. Se rió—. Sí, sí… Miguel se tiró un petú.
     Tenía la puta costumbre de denunciar los pedos ajenos. Y de los propios también se reía.
     Rogué al cielo que no apareciera Lezcano; pero apareció nomás, con Domínguez.
     —¡Sí! ¡Se puso colorado! ¡Miguel se tiró un petú!
     Creo que no escuchó. O se hizo la boluda.
     —¡Uno de mimo! ¡Esos son los peores! ¡Silenciosos y bien olorosos!
     Maldije la hora en que le había hecho el chiste.
     —Che… Cortala con eso, boludo… —dijo Angeleri—. ¿No sabés hablar de otra cosa?

lunes, 18 de abril de 2011

8



     Tres cachorritos siberianos jugando. Uno cayó de espaldas y los otros dos se le tiraron encima.
     En el primer recreo no se lo pude dar porque Maidana se me colgó contándome el argumento de Carrie.
     —¡Está re-copada! ¿La viste?
     —Sí.
     Como tres veces le repetí que la había visto; pero me la contó igual, con lujo de detalles.
     —¿Viste cómo termina? Para mí que en cualquier momento sacan la dos.
     ¿No vas a ir al baño, hijo de puta?, pensé, pero le dije:
     —Puede ser…
     Terminó el recreo. Mientras volvíamos al aula, me contó otra vez las partes que más le habían gustado.
     —Qué copado cuando hace volar los cuchillos y se los clava a la madre…
     Durante la clase de cívica no me pude concentrar. Ella tampoco estaba prestando atención, charlaba por lo bajo con Domínguez y las dos se reían. ¿De qué estarán hablando?, me pregunté. ¿De chicos? Daban esa impresión. En un momento miró para mi lado. Me hice el boludo, pero creo que me pescó. Empecé a sentir la cara caliente. Por miedo a que me viera colorado, me recosté contra la pared; de esa manera quedaba escondido detrás de Angeleri.
     Sonó el timbre y Maidana se puso a contarle la película a Angeleri. No podía desaprovechar la ocasión. Agradecí a Dios y a Stephen King, y me escondí el dibujo debajo del buzo, cuidando que no se arrugara. Les dije que iba al baño y salí, sosteniendo disimuladamente el dibujo contra mi estómago.
     Por suerte en el quiosco no estaba, porque ahí se juntaba mucha gente y yo quería agarrarla sola. En el patio interno no la encontré. Espero que no esté en el baño, pensé, y fui a buscarla al patio de afuera.
     ¡La puta madre! ¡Está con Domínguez!
     Me senté en un cantero, medio oculto entre la muchedumbre, y esperé. Hice fuerza para que Domínguez se fuera al baño.
     ¿Y si ella la acompaña?
     Por Dios, que no la acompañe…
     Miré mi reloj: faltaban cinco minutos.
     Si no se lo doy ahora, voy a tener que esperar hasta mañana.
     No me animaba a encararla afuera.
     Que se vaya al baño, que se vaya al baño, que se vaya al baño…
     Me imaginé una vejiga hinchándose hasta casi reventar. En eso veo que Domínguez se va.
     ¡Esa! ¡Otra que Carrie!
     Me incorporé de un salto. Di dos pasos y empecé a titubear. ¿Qué le digo?, pensé, y sentí un nudo en el estómago. Miré mi reloj: faltaban dos minutos.
     Mejor se lo doy mañana.
     Encaré para volver al aula y en ese momento me vio. Sonrió y me saludó con la mano. Le devolví el saludo. Mientras me acercaba, me saqué el dibujo de abajo del buzo y lo sostuve detrás de mí, aprovechando un momento en el que ella miraba para otro lado.  
     Es ahora o nunca, pensé.
     —Te estaba buscando.
     —¿Por?
     —Por lo que te había prometido.
     —¿Qué?
     Me parece que sabía de qué le hablaba pero se hacía la boluda. Le di el dibujo; estaba doblado como si fuera una tarjeta. Sonrió.
     —¿Y esto?
     —Es para vos.
     Lo abrió y los ojos se le iluminaron.
     —¡Graaaciaas!
     Me besó la mejilla y justo sonó el timbre.



     No podía concentrarme porque Maidana hacía ruido. Lo miré. Estaba completando el cuestionario. Buscaba las respuestas en el libro y las transcribía a la carpeta, todo esto con cara de nada mientras hacía ruido de pedos con la boca. Angeleri también lo miraba, con expresión de incredulidad. Maidana emitió un pedo especialmente estruendoso y Angeleri dejó la birome sobre la mesa y se tapó la cara con las manos. Maidana levantó la vista.
     —Ese fue uno de gorda con el culo abierto.
     Se rió y siguió trabajando, esta vez en silencio. Nosotros también retomamos nuestros trabajos.
     Al rato volvió a la carga, primero con algunos pedos aislados. Lo miré de reojo y confirmé mi sospecha de que los hacía cuando terminaba una oración. Ponía el punto y se tiraba un pedo con la boca. De a poco los fue haciendo con más frecuencia hasta que fue la misma pedorrea del principio. Variaba los tonos y la duración de cada pedo, y cada vez los hacía más fuerte. Finalmente se tiró uno agudo y bien sonoro. Se rió a carcajadas.
     —¡Este es de japonés descompuesto!
     Angeleri dejó de escribir y se levantó.
     —Paso al baño, Cristian.
     —Pasá…
     —Andá a cagar tranquilo que con el ruido que hace este, ni se te va a escuchar —dije, y Maidana se mató de la risa.
     Angeleri me miró serio y se fue.
     —Adivinate este.
     Maidana se puso a hacer un ruido como de motor, lo interrumpió para hacer un pedo y después lo reanudó. Me interrogó con la mirada.
     —No sé —le dije.
     —¡Es uno de colectivero! ¡Pisó un bache y se tiró un pedo!
     Se agarraba el estómago.
     —¿Y este?
     Se puso a hacer unos movimientos con las manos mientras hacía ruido de pedos. Traté de entender lo que estaba representando, pero no hubo caso: me tenía desconcertado.
     —¿Y?
     Negué con la cabeza.
     —¡Es un pedo de almacenero! ¡Se los tira cortando el fiambre con la máquina!
     Ya le salían lágrimas.
     —Ahora adiviná vos —le dije.
     —¿A ver?
     Lo miré sin emitir sonido.
     —¿Y? Dale, boludo…
     —Ya está…
     —¿Cómo ya está, boludo?
     —Es un pedo de mimo.
     Echó la cabeza para atrás y se puso a golpear la mesa mientras se reía.
     —¡Es buenísimo!
     Angeleri volvió del baño.
     —¿Me dejás que se lo cuente? —me preguntó Maidana.
     Asentí.
     —A que este no lo adivinás, Nicolás.

viernes, 15 de abril de 2011

7



     Angeleri se fue al quiosco. Maidana me sonrió.
     —¿Qué pasa? —le pregunté.
     Levantó la mano con el índice extendido, como para decir algo.
     —¡Eeeo!… ¡E-e-e-e-o!
     Había estado todo el sábado rompiendo las bolas con eso. No podía creer que lo hiciera también en el aula. Miré alrededor para ver si había alguien con nosotros. Por suerte estábamos solos.
  —Ilaicomeiniguangouom.
     Se rió y suspiró satisfecho. Yo también suspiré, aliviado. Pensé que eso había sido todo; pero justo cuando entraban algunos de los pibes, arrancó de nuevo. Parecía a propósito.
     —¡E!… Miseté, miseté, miseté, miseté…
     Los pibes se lo quedaron mirando.
     —Ilaicomaniguangougom.
     Bajé la vista. Iluso de mí; pensé que si dejaba de mirarlo, dejaría de hacerlo.
     —Cariti, cariti, cariti banaana…
     Lo miré de reojo; todavía tenía el dedo extendido.
     —Ilaiconganiguangougon.
     —¡Guarda, Olarticoncha! —dijo Tortonese—. ¡Te está tratando de seducir! ¡Es su canto de apareamiento!
     Todos se rieron. Él seguía como si nada.
     —Cariti, cariti, cariti banaana…
     —¡Es un dialecto aborigen! ¡Te está diciendo que te quiere chupar la banana!
     —Ilaicomaniguangougou.
     Angeleri entró masticando algo.
     —¡Eh, Balín! ¿No nos guardaste ni un poquitito? —dijo el Gato.
     —¡Malteada al Balín por amarrete! —gritó el Turco, y todos se le fueron encima.
     Últimamente hasta Pasco se prendía en las malteadas. Se mataba de la risa. Javier se zarpaba: aprovechando el tumulto, tomaba envión y le pegaba patadas a Angeleri. A veces se tiraba desde los bancos y le aterrizaba en la espalda. Después festejaba como cuando le tocaba el culo a Maradona, pero sin gritar la mano de Dios. Corría y saltaba agarrándose la remera; caía de rodillas y, mirando al techo, hacía como que gritaba pero sin emitir sonido. Cuando los pibes lo dejaban a Angeleri, se incorporaba y se hacía el boludo.
     A esta altura del partido, Angeleri parecía haberse acostumbrado a las malteadas. Las había asimilado como parte de su vida, a tal punto que nada más se quejaba de las patadas de Javier.
     —¿Quién se zarpó, loco?



     Javier está en la primera fila, a la derecha de todo, en cuclillas. Tiene puesta una remera de Dos Minutos medio deshilachada. No se le ve la quijada ancha porque está de perfil y el pelo suelto le cubre casi toda la cara. Después dijo que estaba mirando a unas minas de quinto, pero para mí que se escondió detrás del pelo para hacerse el recio. O de acomplejado, quién sabe…
     A la izquierda de Javier está Fernández: la remera de los Redondos y el mismo jardinero de siempre. Sonríe con los ojos chiquitos y la cara colorada.



     —La música zafa, pero las letras son cualquiera…
     —Ustedes porque no entienden nada…
     Intervine.
     —Explicame qué quiere decir, por ejemplo, la de la vaca cubana.
     Fernández abrió la boca y se quedó parpadeando.
     —Para qué te voy a explicar si no entendés nada.  
     Todos se rieron.
     —¡Te tapó el culo!
     Nos habíamos rateado y estábamos en la plaza de la estación Mitre. Yo sí había estudiado para la prueba de biología, pero a ellos les dije que no. Mentí porque quería acompañarlos.
     Fernández se la agarró con Javier.
     —¡Con esa mierda que escuchás, vos no podés hablar! —le dijo, y se puso a cantar con voz de mogólico—. Chevechaaa, cho te quiero. Chevechaaa, cho te adoro.
     —¡Por lo menos las letras se entienden!
    —¡Porque son una pelotudez! ¡Encima la música es una poronga también! ¡Tocan dos notas sotas!
     —¿Dos qué?
     —¡Dos notas solas!
     Javier se rió.
     —¡Dijiste dos notas sotas!
   —¿Qué más escuchás? ¡Attaque 77! ¡Una copia barata de los Ramones! ¡Pero los Ramones no te gustan! ¡¿No ves que no entendés nada?!
     Javier se seguía riendo.
     —¡Dos notas sotas! ¡Qué hijo de puta!
     —¿Y vos qué escuchás, Olarticoncha? —me preguntó el Tano.
     —Es un amigo, che… —intervino Fernández—. No le digan Olarticoncha
     —Si no quiere que lo llamemos así, que se compre otro apellido —dijo el Tano.
     —A ver, vos que lo defendés —dijo Lautaro—. ¿Cómo se llama?
     Fernández dudó.
     —Olarti… coo…
     Se quedó con la boca abierta y la mirada perdida.
    Todos se rieron. Yo también, porque me causó gracia la cara que puso. La misma que cuando le pregunté lo de la vaca cubana.
     —¿Ortogarcha no te llamás? —me preguntó el Turco.
     No le respondí.
     —¿Qué música escuchás, Olarticoncha?
     —Megadeth, Metallica… Pantera…
   Mentira. Me había comprado unos CDs después de enterarme de que esos eran los gustos musicales de Tortonese. Me habían gustado, pero hacía menos de un mes que los escuchaba.
     El Turco me miró sobrador pero no dijo nada.
     —Miralo vos a Olarticoncha… —dijo Lautaro.
     —¿Qué más? —preguntó el Tano.
     —Un poco de Led Zeppelin… Deep Purple…
     Eso era cierto; los escuchaba por mi viejo. No creí conveniente mencionar a Vox Dei ni a Serú Girán.  
     —¿Y eso con qué se come? —preguntó Boglioli.
   —¿Cómo vas a preguntar eso, animal? —lo reprendió Tortonese—. Qué poca cultura musical, che… Para que sepas, Led Zeppelin y Deep Purple, junto con Black Sabbath, fueron los precursores de lo que más tarde sería el heavy metal.
     Daba la impresión de que lo estaba leyendo. Me recordó a Angeleri.
     —La prehistoria del heavy… No le hagas caso, Olarticoncha; se la da de metalero pero no sabe nada.
     —Bueeenoo… Perdone, Profesor Heavy Metal…
     —Che, Fernández, ¿con cuántas sotas tocan los Redonditos? —preguntó Javier y se rió solo—. ¿O tocan con el ancho de basto?
     Fernández me miró y se mordió el labio inferior. Fingí no haberlo visto.
     —Con razón dibujás tantos demonios, dragones y cosas así… —me dijo Boglioli.
     Qué pelotudo…, pensé, pero le sonreí.
     El Gato se agarró la cabeza.
     —Uuh, mirá qué culo…
     —Qué hija de puta…
     —¡Yegua! —rugió el Tano.
     —¡Te amo! —gritó el Gato.
     Nos reímos. La mina siguió caminando con la vista baja, pero se sonrió.
     —¡Está con vos, Gato!
     —¡No te vayas, mi amor!
     —¡Te amo le batió! ¡Qué hijo de puta!
     —Ustedes no entienden nada de mujeres. Para que te entreguen el orto, les tenés que hablar así.
     —Se parecía a la de inglés.
     —¡Qué buena que está le de inglés, chabón!
     —¡Sí! ¡Tiene unas tetas!…
     —¿Te la imaginás hablando como en las porno? Facmi, facmi, ie, ie…
     —¡Seeeee! ¡Esta noche le dedico una paja!
     —Facmi, ie, ie, ie…
     —Es pelada, boludo… —dijo Lautaro.
     —¿Qué?
     —Que la de inglés es pelada, boludo.
     Nos reímos.
     —¡¿Qué decís, boludo?! ¡¿Cómo pelada?!
    —¡Pelada! —siguió Lautaro—. ¿Qué quiere decir pelada? ¡Pelada! De frente no se le nota; pero si la ves de arriba, sí. Yo lo vi el otro día que me hizo pasar al pizarrón.
     —Le faltará un poco de pelo, boludo… ¿Cómo va a ser pelada?
     —Tiene una pelada así, más o menos.  
     —¡Andáaa! ¡Mirá si va a tener una pelada de ese tamaño! ¡Exagerado!
     —Cuando pasés al pizarrón, fijate.
     —¿Y qué me importa si es pelada, loco? Yo la quiero para garchar, no para peinarla.
    —Nooo, chabóoon… ¿Te imaginás que te la está chupando y de repente le ves la pelada? A mí se me baja, boludo…
     Intervine.
     —Eso se arregla fácil: hacés como que la acariciás y se la tapás con la mano.
     Todos se rieron.
     —¡Qué hijo de puta!