martes, 24 de enero de 2012

HASTA PRONTO

   Hasta aquí llegamos. Esta fue la última entrega, pero este blog no está muerto. Seguirá flotando en la red como mensaje dentro de una botella. Agradezco mucho a la gente que me ha leído por aquí, y me alegro mucho de haberlos conocido.
   Cualquiera que quiera la novela en formato Word puede pedírmelo. Para eso o por cualquier comentario pueden escribirme a gsaltayrac@gmail.com.
   Y pueden segir leyéndome en CARNE CON ALAMBRE.
   Hasta pronto.

ÚLTIMA ENTREGA

     El lunes faltó. Si el martes no aparecía, me iba a pegar una vuelta por la casa. No fue necesario.
     Yo estaba sentado en mi banco, dibujando a Galhor. Afuera del aula los pibes se mataban de la risa; no llegaba a entender lo que decían. En un momento se quedaron en silencio. Miré hacia la puerta y lo vi entrar. Fue directo a su banco, sacó su carpeta de la mochila y se puso a leer unos apuntes. Esperé unos minutos. Después agarré mis cosas y me fui a sentar al lado suyo.
     —Hola.
     —Hola. ¿Me pasás lo que hicieron ayer?
     Asentí. Se escuchó la voz de Jerónimo.
     —Chicos, adentro… ¿Cuántas veces les tengo que repetir lo mismo?
     Los pibes entraron. De reojo vi que el Turco se me acercaba. Le seguí explicando las cosas a Maidana como si nada.
     —Permiso…
     Me di vuelta y lo miré.
     —Ahora me siento yo acá —le dije.
     Por unos segundos se quedó en el lugar, sosteniéndome la mirada. Después volvió a donde estaban los pibes.
     —Che, Turco… —le dijo Tortonese—. Ahora en un rato voy al baño a hacerme una buena paja. Si querés, vos también te podés hacer una.
     Todos se rieron. Me quedé duro.
     —Dale, sacala que te la chupo.
     Tortonese se había puesto en cuclillas delante del Tano.
     —¡Pará, loco! ¡Conmigo te confundiste! ¡Yo no soy como vos!
     Todos se rieron. 
     Lo busqué a Angeleri. Estaba parado cerca de la puerta, miraba el piso.
     —Che, Balín, ¿seguro que le dijiste eso? —le preguntó el Gato—. A mí me contaron otra versión…
     —¿Cuál? —preguntó Tortonese.
     El Gato se sentó en una silla.
     —Vení, hacémelo a mí.
     —Eh, pará, chabón… Tampoco se la voy a chupar a todo el mundo…
     Todos se rieron.
     —Dale, boludo…
     —Bueno, pero una sola vez, eh… —dijo Tortonese. Se puso en cuclillas—. Dale, sacala que te la chupo.
     El Gato lo empujó y se levantó.
     —¡Pará, loco! ¡Conmigo te confundiste! ¡Dejame que te la chupe yo!
     Todos se rieron.
     —¡Malteada al Balín por puto!



     Hoy salí de Alihuén y a la cuadra sentí que me tocaban bocina.
     —¡Miguel!
     Era Angeleri. Tardé en reconocerlo, por la barba.
     —¿Nicolás?
     —¡Sí! ¿Vas para Olivos?
     —Sí.
     —Subí que te llevo, entonces.
     Sacó un maletín del asiento del acompañante y lo pasó para atrás. Nos saludamos con un beso.
     —¿Qué hacés, Miguel? Tanto tiempo…
     Asentí.
     —Tanto tiempo…
     —Qué casualidad… Justo la semana pasada me lo encontré a Benzaquén y me dijo que te había visto.
     Asentí.
     —¿De dónde venías? —me preguntó.
     —De una editorial. Vengo de entregar unos laburos.
     —No sabés… Hace un año, más o menos, le había comprado un librito de cuentos a mi nene. Martín se llama, tiene seis años. Y en eso lo estoy mirando y leo: «Ilustraciones de Miguel Ángel Olarticoechea».
     Sonreí.
     —Tal vez sea de esta editorial de la que vengo.
     —¿Cómo se llama?
     —Alihuén.
     Pensó.
     —Puede ser, no me acuerdo… Y entonces le digo al nene: «¿Sabés qué, Martín? El que hizo estos dibujos era compañero mío de la escuela». Y no me creía…
     Sonreí.
     —Si algún día venís a casa, te va a cansar pidiéndote dibujos —dijo—. A mi me pide todo el tiempo y yo no sé ni dibujar una casita… Y para colmo después me dice: «Te salió mal, papá», y me los corrige encima.
     Nos reímos.
     —Che, ¿y estás trabajando de eso nada más? —me preguntó.
     —Sí, por suerte…
     —¿Y cómo es? ¿Trabajás para varias editoriales?
     Asentí.
     —¿Todas de cuentos infantiles?
     —No, hay de todo.
     —¿Y comics no hacés? Vos tenías una onda así…
     —Sí, historieta también hago. Pero para unas editoriales de afuera. Una italiana y una norteamericana.
     —¿Cuál? ¿La de los superhéroes? ¿Cómo era que se llamaba?
     —No, esta no es tan conocida. Y no hace superhéroes.
     —Che, ¿y sacás buena plata?
     Dudé.  
     —Sí… Entre eso, tarjetas de felicitaciones que le hago a un par de imprentas, remeras que estampo… gano bastante bien… Tampoco saco la re-guita, pero vivo cómodo…
     —Y hacés lo que te gusta.
     —Exacto.
     —¿Vivís solo?
     —No, con mi mujer y mi hija. Sofía, tiene un año menos que el tuyo.
     —Qué bien, che… Nos tenemos que juntar a cenar algún día…
     Asentí.
     —¿Y vos? —le pregunté—. ¿Qué andás haciendo? 
     —Soy abogado. Empecé trabajando con mi viejo, después me asocié con unos compañeros de la facultad, y hace cuatro años que tengo mi propio estudio.
     —Qué bueno…
     Asintió con la cabeza.
     —Ajá…
     Nos quedamos en silencio unos segundos. 
     —Che, ¿y dónde estás viviendo? —me preguntó.
     —En Díaz Vélez. Entre Caseros y Chacabuco.
     —Ah, estás cerca de casa… Yo estoy en Moreno entre Tucumán y Estrada. ¿A cuánto estaremos? ¿Diez cuadras?
     Asentí.
     —Más o menos… —dije. 
     —Qué loco… Vivimos ahí nomás y mirá dónde nos venimos a encontrar…
     —¿Vos de dónde venías? ¿De tu estudio?
     —No, de visitar a un cliente. El estudio lo tengo en el centro.
     Otra vez nos quedamos en silencio, otra vez lo rompió él.
     —A otro que me encontré hace poco fue a Fiorentino. Y a que no sabés lo que me contó…
     Y, no… Si te lo contó a vos, yo no tengo manera de saberlo, pensé, pero no le dije nada.
     —Hace dos años que Tortonese vive en Roma… Y a que no sabés de qué trabaja…
     —¿De Papa?
     Se rió.
     —No —dijo—, pero es algo casi tan increíble… De profesor de castellano…
     Me miró como esperando una reacción de mi parte.
     —Mirá vos… —me limité a decirle.
     —Parece que falsificó un título y se hace pasar por licenciado en letras. ¿Qué tul?
     No se me ocurrió qué comentario hacerle; puse cara de asombrado y divertido a la vez. Él se mordió el labio inferior y meneó la cabeza.
     —Qué personaje…
     Levanté las cejas y asentí. Él continuó con la conversación. 
     —Al que me cruzo seguido es al Turco. Está trabajando en una inmobiliaria, allá por Maipú, cerca de casa. Al principio yo pasaba por la puerta y no lo reconocía, porque está pelado.
     Me reí. Angeleri me miró con extrañeza.
     —¿De qué te reís?
     —De nada, me acordé de algo.
     Por unos segundos se me quedó mirando. Después prosiguió.
     —¿Te contó Benzaquén lo de Mendoza?
     —No… ¿Qué pasó?
     —Parece que lo mataron…
     —¿Cómo que lo mataron?
     —Sí, fue hace un par de años. Estaba militando en no sé qué partido y se fue a Colombia… o a Venezuela, no me acuerdo, a participar en una marcha. Se armó quilombo y la cana le pegó un tiro.
     Esta vez no tuve que actuar.
     —Noo…
     Angeleri asintió con la cabeza.
     —Qué loco, ¿no?… Tan joven…
     Y… Para los tiros no hay edad, pensé.
     —Y qué loco que ya sean dos, decíamos con Benzaquén… —prosiguió.
     —¿Dos?
     Me miró.
     —Sí… —dijo—. Por lo de Maidana…
     Lo interrogué con la mirada. Dudó.
     —Vos sabías lo de Maidana… —dijo.
     —No…
     —¿Pero cómo? Si Benzaquén me dijo que se lo habías contado vos…
     Negué con la cabeza.
     —Y que a vos te lo había contado Fernández.
     Como yo no le decía nada, prosiguió.
     —Debo haber entendido mal, entonces…
     —¿Qué pasó con Maidana?
     —Se suicidó… Yo pensé que vos lo sabías…
     Por un rato nos quedamos en silencio.
     —El que se enteró fue Fernández —dijo—, de eso estoy seguro. Porque da la casualidad de que trabajaba en la funeraria en la que lo velaron. Creo que es la que está frente a la quinta. Según me cuenta Benzaquén, esto pasó hace como diez años.
     Hizo una pausa.
     —Se cortó las venas… Pero no así. —Se pasó un dedo por la muñeca, de lado a lado—. Así. —Se lo pasó por la cara interna del brazo, a lo largo—. Parece que eso es más jodido, porque es más difícil de suturar. Bah, no sé si las venas se suturan, pero, sea como sea, es más difícil de solucionar. —Meneó la cabeza—. El único que fue al velorio fue el padre… Nadie más…
     Hizo otra pausa.
     —También, con el padre que tenía… Como para no cortarse las venas… Perro le decía, ¿te acordás?
     Asentí.
     —Y andá a saber cómo era la madre… —prosiguió—. Para casarse con un tipo así… Yo ahora entiendo muchas cosas. Estaba enfermo, el pobre… ¿Te acordás de la que me hizo a mí?
     Puse cara de no saber y negué con la cabeza. Pareció sorprenderse.
     —La que me hizo en la casa…
     Claro que me acordaba, pero quería que lo dijera.
     —La vez que me la quiso chupar, ¿no te acordás?
     —Ah, sí…
     Se mordió el labio inferior y meneó la cabeza.
     —Qué locura… Encima después me volvió a pasar… 
     Lo miré.
     —Con uno de mis socios —dijo—, una vez que nos habíamos quedado hasta tarde en el estudio. Yo no lo podía creer… Ojo: yo no tengo nada en contra de los homosexuales. Todo bien… Lo que me molesta es que se metan con uno… Al día siguiente se tuvo que ir. Yo no les dije nada a los otros, pero se ve que el pobre no pudo aguantar la vergüenza… 
     Me pareció que vacilaba entre decirme algo o no. Por último se decidió.
     —¿A vos nunca se te tiró Maidana?
     —No, nunca.
     Se me quedó mirando unos segundos.
     —Igualmente si lo hubiera hecho, como sos vos, seguro que no me lo decías…
     Nos quedamos en silencio. Esto pareció incomodarle.
     Ahora me pregunta a quién vi.
     —Che, ¿y no viste a nadie más?
     —A Javier lo vi un par de veces… Y una vez a la Muerta, pero ni nos saludamos.
     —¿Qué es de la vida de Javier?
     —Ni idea… Las veces que me lo encontré, estábamos los dos apurados y apenas pudimos cruzar un par de palabras.
     Su intento de reanudar la conversación había fracasado. Esto lo incomodó más aún.
     —Che, seguís siendo el mismo tipo callado de siempre…
     —Y… Hay cosas que no cambian… 
     Después de esto permanecimos en silencio hasta que, en Cabildo, pasamos frente a un negocio de ropa.
     —Este fue cliente mío —me dijo, y me contó cómo había sido el caso. De ese pasó a otro, y a otro, y a otro… Cuando llegamos a la puerta de casa, estacionó el auto y siguió hablando. Lo tuve que interrumpir.
     —Bueno, Nicolás, yo voy entrando porque mi mujer debe estar preocupada. De la editorial salí más tarde de lo que esperaba y no me pude comunicar con ella para avisarle.
     —Uh, me hubieras dicho… Perdoná que te haya dado tanta charla…
     —No hay por qué… Y te agradezco que me hayas acercado hasta acá; si no fuera por vos, habría llegado más tarde todavía.
     —Faltaba más, Miguel… Fue un gusto volver a verte…
     —Lo mismo digo.
     Lo dije en serio.
     —Che, pasame tu teléfono…
     Sacó una agenda de su maletín. Le dicté mi número.
     —Y esperá que te anoto los míos.
     Lo hizo.
     —Así arreglamos y se vienen a comer a casa, uno de estos días. Yo este sábado lo tengo comprometido, pero si te parece podemos quedar para el otro.
     —Dale… Dejame que lo consulte con mi mujer, pero no creo que haya problema.
     —Quedamos así, entonces.
     —Quedamos así.
     Nos despedimos con un beso.
     —Nos vemos, Miguel. Que sigas bien.
     —Igualmente. Y gracias de nuevo.
     —Por favor…
     Abrí la puerta de casa y mi nena vino corriendo a recibirme.
     —¡Papi!
     —¿Qué hacés, pichona?
     La alcé y le di un beso. Me rodeó el cuello con los brazos y también me besó, ruidosamente.
     —¡Mamá me regaló algo re-buenísimo!
     —¿En serio?
     Asintió con la cabeza.
     —¿Qué te regaló mamá?
     —Un cosito para hacer borbujas…
     —¡Pero qué buenísimo, che!
     —¿Querés que te lo muestre?
     —¡Dale!
     La dejé en el suelo y se fue corriendo.
     María estaba en la cocina.
     —Mi amooor… Qué sorpreeesa, llegaste temprano…
     Nos besamos.
     —Sí, por suerte hice rápido. Y además me encontré con un compañero de la escuela y me trajo en auto.
     —¿Quién?
     —Angeleri. De primer año.
     Sofía entró a la cocina.
     —¡Mirá, papi!
     —¿A veeer? —dije. Agarré el burbujero—. ¿Y cómo se usa?
     —Soplá. 
     Soplé pero sin acercarme el burbujero a la boca. Sofía se mató de la risa.
     —¡Noo, así noo! ¡En el cosito tenés que soplar!
     Soplé en el cosito pero agarrándolo al revés. Sofía se rió más fuerte todavía.
     —¡Nooo! ¡Lo pusiste al revéees!
     María sonreía.
     —Este papi…
     Sofía se paró en puntas de pie y estiró las manos hacia el burbujero.
     —Dame que te enseño.
     Se lo di y me mostró cómo se hacía.
     —¿Tenés mucha hambre? —me preguntó María—. Recién iba a empezar a cocinar. Como pensé que llegabas más tarde…
     —No hay problema, espero.
     —¿Vas a cocinar? —preguntó Sofía.
     —Sí —respondió María—. ¿Me querés ayudar?
     —Sí.
     —¿Entonces qué hay que hacer primero?
     —¡Lavarse las manos! —respondió Sofía, y se fue corriendo al baño.
     —Yo me voy a cambiar, amor —dije.
     —Dale —dijo María—. ¿No te querés pegar una ducha?
     —¿Qué, tengo olor? —le pregunté en broma.
     Se rió.
     —No, boludo… Por el calor te digo. Te debés haber muerto hoy…
     Fruncí el ceño.
     —Mmmh… Para mí que me estás tratando de sucio…
     Me abrazó.
     —No, si vos nunca tenés olor… Siempre estás limpito.
     La besé.
     —Lo que voy a hacer es recostarme un rato, si no te jode.
     —Para nada, mi amor… Yo te llamo cuando esté hecha la comida.
     Nos besamos otra vez.
     —¿Tenés idea de dónde está la carpeta roja? —le pregunté—. La que tiene las fotos y las cosas de la escuela…
     Pensó.
     —Creo que está en el placard de la pieza, en la parte de arriba. Si no la encontrás, avisame que la busco. ¿Qué te agarró? ¿Nostalgia?
     —Algo así… Después te cuento.
     La besé y me vine a la habitación. La carpeta estaba donde ella me había dicho. Me recosté en la cama y me puse a mirar la foto.


     —Pa…
     —¿Qué, pichona?
     —Dice mamá que ya está hecha la comida.
     —Decile que ya voy.
     —¿Qué es eso?
     —Una foto. De cuando yo iba a la escuela.
     —¿A veeer? ¿Y por qué no tienen guardapolvo?
     —Porque no es la primaria, es la secundaria. Y en la secundaria no se usa guardapolvo.
     —Ah… ¿Y vos dónde estás?



     Yo estoy en el ángulo inferior izquierdo.



     Toqué el timbre y esperé. Me atendió el padre.
     —¿Sí?
     —Buenas tardes. ¿Está Cristian?
     —No, Cristian se fue a Mar del Plata.
     —Ah… ¿Y cuándo vuelve?
     —No, no vuelve… Se fue para quedarse.
     —Ah…
     —¿Vos quién sos?
     —Miguel.
     —Ah, sí… Cristian hablaba mucho de vos. ¿No te dijo nada de que se iba?
     —No…
     —Qué raro… Se debe haber olvidado de avisarte. Como se fue tan apurado… No sé qué bicho le picó.
     El martes le había dicho a Jerónimo que se sentía mal y le había pedido permiso para irse antes.
     —¿No tiene algún teléfono donde lo pueda ubicar?
     —No. Está en lo de la tía y ahí no tienen teléfono. Igual quedó en que me llamaba entre hoy y mañana, porque le tengo que buscar unos papeles en el colegio. Cuando me llame, le aviso que pasaste.
     —Bueno. Gracias.
     —Otra cosa que puedo hacer es darte la dirección, por si le querés escribir.
     —Bueno…
     A fin de año le mandé una carta. Nunca recibí respuesta.
     —Hacemos así, entonces. Quedate tranquilo que seguro que te llama.
     Días después sacaron la foto. Por eso él no aparece.



     —Che, Miguel…
     —¿Qué?
     —¿Qué significa cariti?
     Pensé.
     —Caridad… Creo… ¿Por?
     —Por el tema de Bitlidius.
     —¿En qué parte dice eso?
     Cantó.
     —Cariti, cariti, cariti banaana…
     —Cualquiera… No dice cariti…
     —¿Qué dice entonces?
     —No sé, pero cariti seguro que no. Y mucho menos tres veces seguidas…
     Se quedó pensando.
     —¿Seguro que no dice eso?
     —Seguro, boludo… ¿Y además qué sentido tendría? ¿Caridad por la banana?
     Se rió.
     —O si no: «Por caridad deme una banana».
     Me reí.
     —¿Qué es? ¿Un mono pidiendo limosna?
     —Claro, boludo…
     Seguimos escribiendo.
     —Ayer fui a una disquería para ver si conseguía el tema —me dijo al rato.
     Lo miré.
     —¿Y qué hiciste? ¿Se lo cantaste al vendedor?
     Se rió.
     —No, boludo… Le dije que estaba buscando un tema, pero que no sabía ni el disco ni quién lo cantaba. «¿Y el nombre del tema?», me preguntó el tipo. «Cariti banana», le dije. —Me reí—. Como a mí me parecía que repetía eso, pensé: «Capaz que se llama así…».
     —¿Y el tipo qué te dijo?
     —«¿Cariti banana?…» Y ahí me tenté y tuve que salir corriendo.
     Nos cagamos de la risa.
     —¡¿Te fuiste corriendo?!
     Asintió con la cabeza. 
     Tardamos bastante en recuperar el aliento.
     —Estás loco…
     De repente se llevó una mano a la frente.
     —Uh, qué flojo que estuve; no te pregunté si comiste… ¿Te copás con unas empanadas? 

martes, 17 de enero de 2012

56

     Ya han pasado treinta años desde que llegamos a Astrábalon. Aún no hemos logrado retornar a nuestro hogar. ¿Nuestro hogar? ¿Realmente podemos llamarlo así? Hemos vivido más tiempo en esta tierra que en aquella que nos vio nacer. Nuestra tierra de origen, así prefiero llamarla. 
     «Cuando derrotéis a Gorkänd Ghûl, la gema os devolverá a vuestro mundo», nos había dicho Valtar. Sin embargo, no fue eso lo que sucedió: el Señor de los Demonios había sido destruido y nosotros seguíamos aquí. Valtar nos explicó que para ser transportados, todos aquellos que proviniéramos de nuestro universo debíamos encontrarnos en una misma habitación en el momento en que yo tocara la gema. El problema era que el Turco no había aparecido; habíamos registrado toda la torre sin hallar rastros de él. Buscamos entonces por los alrededores. Interrogamos a los orcos que nos cruzamos en nuestro camino, pero no logramos sacar de ello nada en limpio. Unos afirmaban haber visto a varios de los Guerreros del Infierno partir de lo alto de la torre llevando al Turco con ellos, mas no se ponían de acuerdo respecto a la dirección que había tomado. Otros decían que el Turco había escapado aprovechando el tumulto ocasionado por la muerte de Gorkänd Ghûl. Las numerosas pisadas de los orcos hacían imposible comprobar si esto era verdad. 
     Y así fue como comenzó nuestra cruzada. No ha habido rincón de Astrábalon que hayamos dejado sin registrar. Al comienzo íbamos todos juntos, más tarde nos fuimos dividiendo. Nuestra búsqueda nos llevó por diferentes rumbos y nos distanció por mucho tiempo. Cada uno de nosotros enfrentó numerosos peligros, realizó numerosas hazañas, ganó riquezas y renombre; pero ninguno encontró al Turco. Parecía que la tierra se lo hubiese tragado. Nos preguntamos si estaría muerto. Valtar nos dijo que eso era fácil de averiguar: si el Turco había muerto, bastaría con que nos reuniésemos nosotros para que la gema nos transportase. Hicimos la prueba; nada sucedió. Eso significaba que el Turco estaba vivo. Pero ¿dónde podría hallarse? La sola idea de volver a recorrer Astrábalon en su busca nos resultaba extenuante; diez años de andanzas habían sido más que suficientes para nosotros. Con mucha tristeza, tuvimos que aceptar que el asunto ya escapaba a nuestras fuerzas. Después de esto cada uno se fue por su lado, a disfrutar de lo que había logrado gracias a sus méritos. Decidimos que una vez al año nos reuniríamos para comprobar si el Turco seguía con vida y elegimos para hacerlo el aniversario de nuestra llegada a Astrábalon. Ese día pasaría a llamarse el Día de la Gema. Y así ha sido desde aquel entonces. 
     La historia de cómo llegué a ser rey de esta región es larga y hoy no he de narrarla. Mi reino se extiende desde el Mar de Kierkegaard hasta las lejanas llanuras de Kant, donde las estrellas son extrañas. Al norte limita con el reino de Maidana, al sur con el de Tortonese. Soy famoso en toda Astrábalon por mi poder, benevolencia y sabiduría. Desde que edifiqué mi castillo, las reuniones se han hecho aquí. Hoy sucederá algo poco habitual: aún no es el Día de la Gema y, sin embargo, habrá una reunión. 
     El primero en llegar es Tortonese. 
     «Aquí me tienes», me dice. «¿Para qué me has llamado?» 
     «Ya lo sabrás cuando lleguen los demás», le respondo. 
     Con el correr de los años, hemos ido adoptando el modo de hablar del lugar. 
     «¿Nos has convocado a todos?» 
     «No. Tan solo a algunos.» 
     Horas más tarde, el grupo está completo. Fernández, Lautaro, Javier, el Gato, el Tano y Tortonese conversan y ríen sin sospechar lo que les espera. 
     «Pues bien, henos aquí a todos», me dice el Tano. «¿Nos revelarás ahora el motivo de tu llamada?» 
     Yo he permanecido de pie, mirando a través de la ventana. Sin voltearme comienzo a hablar. 
     «“Nueve guerreros llegarán de otro mundo para derrotar al Señor de los Demonios. Deberán pasar tres pruebas para demostrar que son los Elegidos.” Así decía la profecía. El Turco no superó la segunda; incluso me atrevería a decir que él era parte de la prueba. Sea como fuese, él era el Falso Elegido. Aquel con el cual se completaba nuestra compañía, el legítimo portador del escudo, era en realidad Maidana. Mas no sería transportado con nosotros; los Dioses reservaban su aparición para el final, para el preciso momento en el que lo necesitaríamos.» 
     Lautaro me interrumpe. 
     «¿Hemos venido de tan lejos para escuchar cosas que ya sabemos?» 
     Lentamente me volteo y los miro. 
     «Si os las estoy diciendo, es porque parecéis no saberlas.» 
     «¿De qué hablas?», me pregunta Fernández. 
     «De vuestra falta de gratitud», respondo. «De no ser por Maidana, todos estaríamos muertos. Y vosotros lo habéis traicionado.» 
     «Por todos los Dioses…», dice Tortonese. «Ahora comprendo: te refieres a la broma que le hemos jugado.» 
     «Ha sido un acto de humillación terrible. ¿A eso llamáis broma?» 
     Luego de un momento de silencio, el Tano me dice: 
     «De acuerdo, ha sido una broma de mal gusto… ¿Eso justifica que nos hayas hecho cabalgar tantas leguas?» 
     «¿Para esto nos has llamado?», me pregunta Javier. «¿Para reprendernos como si fueras nuestra madre?» 
     «¿Y qué harás?», me pregunta el Gato. «¿Castigarnos?» 
     «Veo que tantos años con Valtar te han servido de algo: has aprendido a adivinar», le digo. 
     Algunos se sonríen. 
     «¿Y cuál será nuestro castigo?», me pregunta Tortonese como siguiéndome el juego. 
     «Seréis sumergidos en mierda de borak.» 
     Al oír esto, todos estallan en carcajadas. 
     «¡Siempre el mismo bromista, Olarticoncha!» 
     Hacía tiempo que no me llamaban así. 
     De pronto, ven algo en mi mirada que los hace dejar de reír. 
     «No estarás hablando en serio…» 
     Como única respuesta, llamo a mis guardias. Las puertas del recinto se abren con estruendo y me volteo, listo para impartir mis órdenes. Pero algo me sorprende. No es a mis guardias a quienes encuentro, sino a Lezcano. Inmóvil, sin expresión alguna en su rostro, me mira fijo a los ojos. 
     «¿Y para ti?», me pregunta. «¿No hay mierda de borak para ti?»

martes, 10 de enero de 2012

55

     Cuando llegué a la puerta de la casa, Maidana atravesaba la tranquera. A un costado del camino estaba Boglioli vomitando; Benzaquén y Fernández lo sostenían. Lloviznaba.
     Pisé la calle, vi que doblaba la esquina. Corrí unos metros y resbalé. Aplasté a un sapo con la mano. Me levanté, seguí corriendo. Me limpié la mano en el buzo.
     Me había sacado como una cuadra de ventaja. Me sorprendió que corriera tan rápido.
     Debe ser que yo corro lento.
     Pensé en el profesor de gimnasia.
     Hay que hacer alguna actividad física también…
     Las Camelias, Las Azucenas, Las Gardenias… Ya no podía respirar.
     Me detuve y miré cómo se alejaba hasta perderse de vista. Después de recuperar el aliento, empecé a caminar. Supuse que lo encontraría en la parada del colectivo. Rogué que no se hubiera perdido.
     Antes de llegar a la ruta, algo entre los árboles me llamó la atención. Me sequé los anteojos para ver mejor. Era él. Estaba parado de espaldas a mí. La luz mortecina de un farol resaltaba el blanco de su camisa.
     A unos metros escuché que hablaba solo y me detuve. Traté de entender lo que decía. No lo logré hasta que me acerqué un poco más.
     —Perdoname, mamá… Perdoname, mamá… Perdoname, mamá…
     Me quedé parado sin saber qué hacer, escuchándolo repetir lo mismo una y otra vez. Después de un rato, se dio vuelta y me miró como si ya supiera que yo estaba ahí.
     —No voy a volver a la fiesta…
     Sus ojos estaban hinchados por el llanto.
     —Yo tampoco, Cristian. Nos vamos.
     Por unos segundos nos quedamos en silencio.
     —Tenías razón, Miguel; no tendría que haber venido… —dijo. Su rostro se descompuso y empezó a llorar de nuevo—. ¿Por qué me tiene que pasar todo? —Entreabrió la boca en una mueca de dolor—. ¿Por qué se tuvo que morir mi mamá?
     Un hilo de baba se deslizó por su mentón y cayó en la punta de su zapato. Se tapó la cara y lloró más fuerte. Parecía que reía. Di unos pasos hacia él, vacilé. Lo abracé con fuerza y apoyó su frente en mi hombro. Me dieron ganas de llorar a mí también, pero me contuve. Nos quedamos así hasta que se calmó.
     —Estoy todo sucio…
     Tenía la voz ronca.
     —En la ruta hay una estación de servicio. Vamos allá y te limpiás. 
     A mitad de camino tuvimos que hacer un alto para que cagara junto a un árbol.
     El único empleado de la estación de servicio era un tipo de unos treinta años. Tomaba mate escuchando la radio. Le pregunté si podíamos pasar al baño y asintió silenciosamente. Maidana entró a uno de los sanitarios, yo me quedé junto al lavabo. Desde donde estaba, podía verle los pies. Vi que se quedaba quieto y me preocupé.
     —¿Estás bien?
     Tardó unos segundos en responder.
     —No sé por dónde empezar…
     Dudé.
     —¿Necesitás que te ayude?
     Dudó.
     —No, dejá…
     Cortó un pedazo de papel higiénico y se quedó quieto otra vez. Sospeché lo que pasaba.
     —¿El calzoncillo está muy manchado? Disculpá que te pregunte…
     —Sí, mucho.
     —Hacé una cosa: sacátelo y dejalo atrás del inodoro.
     Dudó.
     —¿Te parece?
     —Sí, así es más fácil.
     —Pero es un asco…
     —No importa, Cristian; lo importante es que te limpies.
     Al rato se empezó a mover. Vi cómo se subía los pantalones, después cómo los dejaba caer.
     —No sé cómo hacer…
     —Dejame que te ayude; yo te saco las zapatillas.
     —Bueno… Esperá…
     Se subió los pantalones y abrió la puerta del sanitario. Se había puesto colorado. Hinqué la rodilla en el piso, me invadió el olor a mierda. Le saqué las zapatillas y las dejé al lado del inodoro.
     —Listo.
     —Gracias —me dijo con voz temblorosa.
     Justo cuando cerró la puerta, entró el empleado. El corazón me empezó a latir con fuerza. Me crucé de brazos y me quedé donde estaba: entre el tipo y el sanitario de Maidana.
     Por Dios… Que no vea que está descalzo…
     El tipo me saludó con la cabeza y abrió la canilla para lavarse las manos. Me pareció que me miraba con desconfianza.
     Debe pensar que somos putos.
     —¿Todo bien? —me preguntó mientras se secaba.
     —Todo bien —le respondí.
     Colgó la toalla, me volvió a saludar con la cabeza y se fue.
     —Pobre hombre… —dijo Maidana cuando ya nos alejábamos de la estación.
     —No pienses en eso —le dije.
     Antes de llegar a la esquina, escuchamos que nos gritaba.
     —¡Eh!
     Salimos rajando. Enseguida nos dimos cuenta de que no nos seguía, pero preferimos caminar unas cuadras más y esperar el colectivo en la otra parada. En el camino Maidana vomitó; se ve que correr le había hecho mal. Después se puso a temblar. Recién ahí me di cuenta de que se había dejado el pulóver en lo de Caferri. Le tuve que insistir para que se pusiera mi buzo.
     Al costado de la ruta, un perro muerto; las costillas al aire. Mostraba los dientes como queriendo morder. Otro perro, flaco y sarnoso, trataba de arrancarle un pedazo de carne. Pasamos a su lado. Levantó la cabeza y nos siguió con la mirada.
     Cinco minutos después viajábamos en el colectivo. Por suerte vino rápido, pensé. Maidana iba mirando por la ventanilla; podía ver su cara reflejada en el vidrio. En un momento cerró los ojos. Pensé que se había dormido pero empezó a hablar, como si lo hiciera para sí mismo.
     —Era re-linda mi mamá… Tenía el pelo laaargo… Le llegaba hasta la cintura. Yo a veces la peinaba. Ella se sentaba en la cama y yo me paraba detrás. Me encantaba peinarla… —Se quedó callado unos segundos—. Yo la hacía reír mucho a mi mamá… —La voz se le quebró—. ¿Por qué? ¿Por qué se tuvo que morir?
     Se tapó la cara y empezó a llorar en silencio; su cuerpo se sacudía. Le apoyé una mano en la espalda, la otra en un brazo.
     —Yo le había hecho un dibujo para que se cure… Toda la noche lo estuve haciendo… Y cuando llegamos al hospital, se había muerto…
     El llanto no lo dejó continuar. Recién después de unos minutos logró recomponerse.
     —Yo me di cuenta de que se había muerto, por la cara de mi tía… —De repente cerró los ojos y frunció el ceño—. Me siento mal…
     Apenas terminó de decirlo, se arqueó y vomitó sobre mi zapatilla. El colectivo se detuvo. Levanté la vista; el chofer nos miraba por el espejo retrovisor.
     —¿Qué pasó, pibe?
     No supe qué responderle.
     —¿Está en pedo?
     —No, está descompuesto…
     El tipo se me quedó mirando. Al rato escuché que la puerta se abría.
     —Bájense.
     Como no reaccionábamos, se dio vuelta y agregó:
     —¿Sabés lo que pasa, pibe? Después el bondi lo tengo que limpiar yo…
     Lo miré a Maidana. Ya se estaba incorporando.
     —¿Podés?
     Asintió con la cabeza.
     —No se preocupen; el que viene atrás mío pasa en quince minutos más o menos.
     Nos bajamos. Todavía lloviznaba.
     ¿Cuándo se termina la noche?
     —Yo le había prometido a mi mamá que nunca iba a tomar… —dijo Maidana.
     Me pregunté si creería que la diarrea le había agarrado por el alcohol. Pensé en contarle lo del laxante. Preferí no hacerlo.
     Hasta que vino el otro colectivo, pasó más de media hora. Quince minutos… Qué hijo de puta… Llegamos a Vicente López a eso de las cuatro. Maidana no quería volver a su casa hasta que el padre no se fuera a trabajar. Le ofrecí que viniera a la mía, pero rechazó la invitación; le daba vergüenza que mi familia lo viera en el estado en que estaba.
     —Dale, boludo… Si están durmiendo…
     —No, por favor…
     Dejé de insistir porque parecía a punto de llorar. Le pregunté qué iba a hacer. Me respondió que se iba a quedar en la plaza de la estación Florida hasta que se hiciera la hora. Lo acompañé. Él se tiró a dormir en el pasto, yo me senté al lado suyo. Así nos quedamos hasta que amaneció.
     Lo miré. La camisa sobresaliendo por debajo de mi buzo; los zapatos y las botamangas cubiertos de barro. Dormía con la boca entreabierta. Ya no hacía falta que Boglioli lo despeinara.
     Me miré a mí mismo. La zapatilla vomitada, la mano manchada con mierda. Me pregunté en qué momento me la habría ensuciado.
     Levanté la vista y miré alrededor. El puesto de diarios, el quiosquero fumando pipa. Sobre uno de los bancos, un viejo durmiendo. La calesita. Un Pluto sin orejas, una foca azul, un Dumbo despintado. De una casa salió una señora; nos vio y frunció el ceño. Llegó un tren. La bocina me sobresaltó.
     Lo volví a mirar. A pesar del ruido, dormía profundamente. De no ser por el movimiento de su pecho, habría pensado que estaba muerto.
     Me desperecé, miré el cielo. El horizonte empezaba a teñirse de anaranjado. Prometía ser un día hermoso.
     Al final sí se lo van a poder ver.

martes, 3 de enero de 2012

54

     I remember you de Roxette                             

     —Qué mierda, Maidana; se te cagó la noche…
     Risas.
     —Che, dice Mikaela que ibas bien pero que a lo último la cagaste…
     Risas.
     —¿Por qué te fuiste corriendo? ¿Te agarró cagazo?
     Risas.
     —¡Dale, Maidana, que me estoy meando!
     —¡Yo también! ¡Apurate!
     —¡Y yo me estoy garcando!
     —¡Dejá papel, eh!
     Risas.
     —¡Uh, boludo, apurate que Cabecilla está indispuesta!
     Risas.
     —¿Justo ahora te tuvo que venir? ¡Qué cagada!
     Risas. Golpes a la puerta.
     —¡Abrí, Maidana!
     Golpes a la puerta.
     —¡Abrí!
     —¡Dale, boludo, que está goteando!
     Los gemidos de Maidana.
     —¡¿Qué estás haciendo?! ¡¿Te estás pajeando, hijo de puta?!
     Risas.
     —¡Estás hecho mierda, Maidana!
     Risas. La voz de Tortonese.
     —Te dije que a la sal inglesa no hay con qué darle…
     La voz del Gato.
     —¿La qué?
     —La sal inglesa, boludo… Un laxante. 
     No lo puedo creer…
     La voz de Fernández.
     —¿Le diste un laxante?
     La sonrisa de Tortonese. Ojalá que te mueras… Risas.
     —Nooo… ¡Qué hijo de puta!
     La sonrisa de Mikaela.
     —Con razón se estaba tirando tantos pedos… Ya no me lo bancaba más…
     —¿Y vos lo sabías?
     La sonrisa del Tano.
     —¿Y por qué no nos dijiste?
     —Porque se cagaba la sorpresa…
     Risas. Como Carrie pero con mierda. La voz de Lezcano.
     —Qué zarpados… ¿Y vos no le avisaste, Miguel? Yo pensé que eran amigos ustedes…
     La cara de Lezcano.
     —¡Yo no sabía nada, pendeja pelotuda!
     Lezcano sorprendida. El Turco al lado de Lezcano.
     —Eeeh, tranquiiilo…
     Después me enteré de que era uno de los que sabía.

     Watercolours in the rain de Roxette                     
     The big L de Roxette                                             
     Soul deep de Roxette                                            
     (Do you get) Excited? de Roxette                     

     —Uuh…
     —¿Qué pasa?
     —Boglioli está vomitando…
     —¡¿Otra vez comiste albóndigas, boludo?!
     Risas. La voz de Caferri.
     —¡¿Qué hacen ahí parados?! ¡Llévenlo al baño!
     —Está ocupado…
     —¡Llévenlo afuera, entonces!
     —Vamos, boludo. ¿Podés caminar?
     —Mmh…
     —Ayudame a levantarlo.
     —No me vayas a vomitar, eh…
     La cara de Caferri.
     —¡Qué asco! ¡Mirá cómo me dejaste el piso!
     —¿Me oíste?
     —Mmh…
     —Si te viene, largalo para adelante…
     —¿Quién está en el baño?
     —Maidana.
     —¿Todavía? No me digas que él también está vomitando…
     —Sí, pero por el culo.
     Risas.
     —¿Qué, tiene diarrea?
     —Sí.
     —¿Hace cuánto está ahí adentro?
     —Y… Veinte minutos más o menos.
     Ruidos. La cortina que se cae. Frascos de plástico.
     —¡¿Qué está haciendo?! ¡Maidana! ¡¿Qué pasó?!
     Silencio.
     —Se agarró de la cortina para no irse por el inodoro…
     Risas.
     —¡¿Qué estás haciendo, Maidana?!
     Una voz aguda.
     —Cagando…
     Risas. Vidrio que se rompe.
     —¡La puta que lo parió! ¡Abrí la puerta, Maidana!
     Silencio.
     —¡¿Me escuchaste, Maidana?! ¡Abrí la puerta!
     Silencio.
     —No lo puedo creer: el otro pelotudo me vomita el living y este mogólico me está rompiendo el baño… Todo lo que rompa lo vas a pagar vos, Tortonese.
     —¿Por qué yo?
     —Porque a vos se te ocurrió traerlo.
     La ducha.
     —Ay, Dios… ¿Qué hace ahora? ¿Se va a bañar?
     El ojo de la cerradura.
     —¿Y? ¿Qué ves, Caferri? ¡Contá!
     —No se ve una mierda, ¿no?
     Risas.
     —A mí no me causa gracia, estúpido…
     —Un chascarrillo, boluda…
     —Dale, contá… ¿Qué está haciendo? ¿Se está bañando?
     —¿Le estás viendo el pitulín?
     —No sé qué está haciendo; está agachado.
     —¡No, boluda! ¡Te está garcando el piso!
     —¡En el piso no, Maidana! ¡¿Ves eso que parece un silloncito blanco?! ¡Ahí tenés que hacer!
     Risas.
     —¡Pero no el que tira agüita, eh! ¡El otro!
     Risas.
     —¡Con ese te limpiás la colita cuando terminás!
     —¡Limpiátela bien, eh! ¡Así no tenés olor cuando te la cogés a Mikaela!
     —¿Qué decís, mogólico?
     —Perdón… ¡Cuando le hagás el amor, Maidana!
     Risas.
     —Ahora sí está vomitando…
     Risas.
     —¡Abrís la puerta ahora mismo, Maidana! ¡¿Me escuchás?! ¡Salí de mi baño!
     Más frascos de plástico. Otra vez vidrio.
     —¡Te voy a matar!
     Golpes a la puerta.
     —¡Abrí, pendejo de mierda!
     Risas. Mi voz temblorosa.
     —No va a salir así, Soledad…
     La cara de Caferri.
     —Dejame a mí; yo me hago cargo. Vos decile a los pibes que se alejen y dejame solo.
     Silencio.
     —Bueno. Vayan para allá, che… Déjenlo solo que va a tratar de sacarlo.
     —Uh, esta no me la pierdo…
     —¡Dije que vayan para allá! ¡¿Qué son: sordos o pelotudos?! ¡Esto ya no es gracioso! ¡Son mis cosas las que está rompiendo ese mogólico!
     —Bueeno, no te pongas asíii…
     —Vayan para allá.
     —Tené cuidado, Olarticoncha; que no te salpique…
     Risas que se alejan. La puerta.
     —Cristian…
     El sonido de la ducha.
     —Cristian, soy yo: Miguel…
     El sonido de la ducha. Ganas de llorar.
     —¿Estás bien, Cristian?
     El sonido de la ducha.
     —¿Necesitás que te ayude?
     El sonido de la ducha.
     Un minuto. Dos minutos. Tres minutos. El cerrojo que se corre.
     La puerta que se abre. Olor.
     Mierda de borak.
     La cara de Maidana. Como cuando nos pidió que nos fuéramos de la casa.
     Se hizo a un lado para que pasara y pude ver. Era peor de lo que imaginaba.
     La tapa del inodoro cerrada; la cubierta de felpa manchada con mierda. Un reguero de mierda desde el inodoro hasta la bañera; el agua de la ducha había limpiado una parte. La cortina caída manchada con mierda, frascos caídos manchados con mierda, vidrios por todos lados. El bidet abierto, como si fuera una fuente. En el piso, además de la mierda, vómito. Y en el medio de todo esto, un trapo.
     Antes de que pudiera reaccionar, la puerta se abrió del todo y golpeó contra la pared.
     —¡¿Qué hiciste?! —gritó Caferri.
     Maidana me empujó hacia un costado y salió corriendo.
     —¡¿Por qué no te morís, hija de puta?! —grité, y corrí detrás de Maidana. Caferri me respondió algo que no entendí.
     Me la llevé por delante a Landeira.
     —¡Aia!
     Encima de que la tiré al piso, la puteé. Pobre mina…

martes, 27 de diciembre de 2011

53


     Miss you de The Rolling Stones              

     Pasco estaba tomando cerveza directamente de la botella. Se paró frente a Domínguez, se puso bizca y empezó a hacerle muecas.
     —¿Cuántos dedos ves? —le preguntó mostrándole una mano—. ¿Diez?
     Domínguez la miraba fijo. Pasco dudó unos segundos. Después sonrió.
     —Es una broma, boluda —dijo—; no te calentés… De onda… —Le tendió la mano—. ¿Todo bien?
     Domínguez no respondió. Pasco se le rió en la cara, dio media vuelta y se fue. A unos pasos se cruzó con Godín. Mirándola desafiante, le dio varios tragos largos a la botella.
     —¿Viste qué borracha que soy, negra puta?
     Godín no le respondió.
     —Qué negra que sos… ¿La concha también la tenés negra?
     Los pibes se rieron.

     Walk de Pantera
     —¡¿Otra vez?! ¡Boglioli!                                                                      
     Paint it black de The Rolling Stones                           

     Aproveché que ninguno de los pibes andaba cerca.
     —Cristian… Me parece que tendrías que dejar de tomar…
     Se me quedó mirando con el ceño fruncido.  Creí que se había enojado, pero no: estaba pensando.
     —Tenés razón; ya estoy un poco mareado.

     Sympathy for the devil de The Rolling Stones   

     —Qué garrón que te peguen hasta las minas… —dijo Fernández.
     —Si para la foto de la escuela sigue teniendo el ojo negro, me voy a cagar tanto de la risa… —dijo Mendoza.
     Javier se rió.
     —¿Te imaginás?
     —¿Vos de qué te reís, Mandibulón? —dijo el Tano—. Si a vos también te embocó una vez…
     —¿Eh?
     —No te hagás el boludo… El día que le tocaste el culo y te metió una trompada. ¿No te acordás?
     Algunos se rieron.
     —Es verdad… —dijo Fernández—. Me había olvidado…
     —¡Cualquieeera! —dijo Javier—. Una cachetada me pegó…
     —¿Qué cachetada? —siguió el Tano—. Si te rompió la boca de una ñapi… Ahí viene el Turco, le vamos a preguntar. Él también estaba en el aula ese día.
     —¿Te acordaste de los pibes, Turco?
     —Cómo te tiene Lezcano, eh…
     —¿Qué están tomando? —preguntó el Turco.
     —Ginebra.
     —¿A ver?
     Mendoza le pasó la botella. El Turco le dio unos tragos.
     —Ta bueno, che… —dijo—. ¿Quién la trajo?
     —Nadie, estaba acá. Es del viejo de la Gorda.
     —Nooo…
     —Che, Turco… ¿Nocierto que una vez Pasco le rompió la boca de una trompada a Javier?
     El Turco se rió.
     —Sí… Me había olvidado…
     —Están diciendo cualquiera —dijo Javier—. Con la mano abierta me pegó…
     —No fue con la mano abierta… —dijo el Turco—. Fue una trompada. Si hasta se te hinchó el labio…
     Todos se rieron.
     —Sí… Me acuerdo…
     —Qué hijo de puta… A mí me había batido que el que le había pegado eras vos, jodiendo…
     —¿Eso te dijo?
     —Che, qué loca que está esa mina…
     —¿Viste cómo la está bardeando a Godín? Parece que le quiere volver a pegar.
     —Qué le va a pegar… Si está hecha mierda… En cualquier momento quiebra.
     —Para mí que se fumó un caño antes de venir.
     —Che, ¿dónde conseguirá la hija de puta?
     —A mí me dijo que el que consigue es el hermano.
     Benzaquén, el Gato y Tortonese se sumaron al grupo.
     —¿Qué hacés, Turco dominado?
     —¿Otra vez con la botella de ginebra? ¿No la habían dejado en la cocina?
     Fernández sonrió.
     —Sí —dijo—, pero la volvimos a agarrar.
     —Uh, boludo… No queda casi nada…
     —Qué zarpado…
     —Nos va a cortar la pija el viejo…
     —Hacé una cosa, boludo: rompé la botella y así queda como que se cayó.
     —Es re-vivo el viejo… Se va a dar cuenta…
     —Además es lo mismo: si no se da cuenta, nos va a matar igual. Por haberla roto.
     —No es lo mismo; a cualquiera se le puede caer una botella…
     —Uh, ahí viene la gorda, boludo… Escondé…

     Canción de tomar el té de María Elena Walsh

     —¡Ay, Dios! ¡Cómo son, eh!
     —Parece que Zappietro era una mujer… pero ahora parece un macho, tal como la ven… Yo no sé por qué…  
     —¡¿Se dejan de joder?!
     —Lezcano quiere pija, yo se la daré… Por la concha y por el culito se la meteré… Yo no sé por qué…
     Lezcano lo miró al Turco.
     —¡Yo sí sé por qué! —exclamó Boglioli—. ¡Porque tiene el mejor culo de toda la escuela!
     —Bueno… —dijo el Turco—. A ver si la cortan, che…
     Mendoza y Boglioli se rieron, pero dejaron de cantar.                            

     Jumpin’ Jack Flash de The Rolling Stones           
     Bed of roses de Bon Jovi                                      

     —¿Vamos, Maidana? —preguntó Tortonese.
     Maidana asintió. Cuando se levantó, Boglioli aprovechó para tocarle el culo. Él se dio vuelta lentamente y lo miró como si no entendiera. Boglioli lo apuntó con el dedo y le dijo:
     —Acordate: «Tu ruta es mi ruta».
     Maidana se lo quedó mirando unos segundos. Después se fue.
     Boglioli se rió.
     —Qué boludo que es este chabón… Para mí que es medio down.
     Mientras bailaban, Maidana y Mikaela se pusieron a conversar. En un par de ocasiones se rieron. Caferri apagó todas las luces menos una lámpara de pie.

     I’ll be there for you de Bon Jovi                      

     Tortonese y Onzari se pusieron a transar en un sillón. Maidana y Mikaela siguieron bailando. A ellos se les sumaron: el Turco con Lezcano, Lautaro con Caferri y Javier con Bresciani.
     —Qué raro el Mandibulón con un bagarto…
     —Mirá cómo se la chamuya… —dijo el Gato refiriéndose a Maidana.
     —Boludo, ¿te imaginás que se la levanta en serio?
     Se rieron.
     —Che, ¿te sentís bien, Olarticoncha? Tenés una cara…
     —Me duele un poco la cabeza.
     —¿Escabiaste mucho?
     Asentí.
     Mentira. Había tomado algo de cerveza nada más.
     Olivera y Fiorentino salieron del baño; se habían mojado el pelo y se lo habían peinado para atrás. Fernández se rió y les hizo señas a los demás para que vieran el espectáculo.
     —¡¿Cómo andás?! ¡Tanto tiempo!…
     Fiorentino lo abrazó a Olivera. Después le palmeó la espalda y le revolvió el pelo. Olivera se llevó las manos a la cabeza.
     —¡Pará, boludo! ¡¿Qué hacés?!
     —Uh, perdoná… Fue de onda…
     —Todo bien.
     —¿Querés que te preste un peine?
     —Bueno…
     Fiorentino se tanteó los bolsillos.
     —No tengo —dijo—, pero tengo este cepillo.
     —Todo bien.
     Olivera se peinó.
     —¿Cómo me quedó? ¿Bien?
     —Todo bien. ¿Y yo cómo lo tengo?
     —Todo bien.
     —Bueno. ¿Todo bien?
     —Todo bien.
     Se despidieron y cada uno se fue por su lado.

     99 in the shade de Bon Jovi              

     Maidana volvió a donde estábamos nosotros. Boglioli le palmeó la espalda.
     —¡Esa, matador!
     —Qué jugadoor… Permítame.
     Fernández le estrechó la mano.
     Me pareció que Maidana lo buscaba a Tortonese. El Gato pensó lo mismo.
     —Tortonese está allá. Haciendo con Pescadito lo que vos vas a hacer con Mikaela dentro de un rato.
     —Sos un maestro, Maidana… Después me tenés que enseñar.
     —A mí también, eh…
     —¿Qué te dijo?
     —¡Contá, boludo!
     Maidana no respondió.
     —No les hagas caso, Maidana —dijo el Gato—; no les contés nada. Eso es tuyo y de nadie más. Bah… Y de ella, obvio… Lo importante es que vas bien. Ahora hay que avanzar un poco más. ¿Cómo dice Tortonese? La próxima fase del plan.
     —¡La prueba de fuego, Maidana! —exclamó Boglioli.
     El Gato prosiguió.
     —Ahora en un rato, cuando pongan otro lento, la sacás a bailar de nuevo. Pero esta vez no le hablés. Vos nada más mirala a los ojos. Y en un momento acercale la boca… Si ella no te corre la cara, ahí nomás le metés un beso.
     —O si no, le tocás la colita, Maidana —intervino Boglioli—. Si se deja es porque quiere.
     El Gato lo miró a Maidana y se mordió el labio inferior.
     —Qué pesado que es este chabón cuando se pone en pedo…
     —O le apoyás la cara en una teta. ¡Le llegás justo!
     Boglioli se rió solo.
     —Qué mal que te cayó la ginebra, eh… —le dijo el Gato.
     —¡Y el whisky! —agregó Boglioli sin dejar de reirse.
     —Ah, ¿tomaste whisky también? —preguntó el Gato—. Con razón hablás tantas pelotudeces… —Se volvió a dirigir a Maidana—. ¿Vas a hacer lo que te digo?
     Maidana no respondió.
     —Si no, hacé una cosa —dijo Fernández—: si te da vergüenza que te vean, cuando termina el tema le preguntás si quiere salir a tomar aire.
     —Decile que querés ver las estrellas —dijo Boglioli.
     El Gato lo miró.
     —¿Qué estrellas, boludo?
     —Ah, cierto que está nublado… Entonces decile que querés ver las nubes. «Quiero ver las nubes pasar.» Así decile.
     —Dejate de hablar boludeces… —dijo el Gato—. La que dice Fernández está buena, Maidana. Vos decile eso: que querés ir a tomar aire. La mina va a entender.
     —Si te dice que sí, ya te la ganaste… —dijo Fernández. 
     —O si no, pedile a la Gorda que te habilite una pieza, boludo… Y directamente te la garchás… —dijo Boglioli. A pesar de que el Gato y Fernández lo miraban fijo, continuó—: Trajiste forros, ¿no?
     Maidana miraba el piso.
     —No me digas que trajiste peine y no trajiste forros… Ahí estuviste flojo, champion of de champions… Y bueno… Igual le podés hacer la cola.
     —Che… —intervino el Gato.
     Boglioli se llevó una mano a la frente.
     —Uuuh, boludo, cierto que la amabas… Perdoname, me re-olvidé…
     —Ja, ja, ja, qué gracioso… —dijo el Gato—. ¿Terminaste? —Se dirigió a Maidana—. Vos no le des pelota. ¿Sabés por qué te está bardeando? Porque te tiene envidia.
     Boglioli se cagó de la risa. 

     Love for sale de Bon Jovi                 

     —¿Y, Maidana? ¿Pensaste en lo que te dijimos?
     Maidana no respondió.
     —Boludo, preguntale a Tortonese; vas a ver que te dice lo mismo que nosotros… ¿Dónde está Tortonese?
     —Allá.
     El Gato le hizo señas para que viniera.
     —Escuchame. ¿Nocierto que ya está para que se le tire?  
     Tortonese levantó las cejas.
     —Para mí no…
     Los pibes lo miraron con extrañeza.
     —Para mí te la tenés que seguir chamuyando —prosiguió—. La mina dijo que le gustan los chicos formales. No es de chicos formales tirarse así de una… Yo sé que debés estar impaciente, Maidana, pero haceme caso: vos seguí así que vas re-bien. Para mí ya te la ganaste, pero…
     Boglioli se puso a aplaudir marcando el compás.
     —¡Qué alegría, qué alegría, olé olé olá!
     Tortonese levantó la voz para hacerse oír sobre el canto de Boglioli.
     —Pero tal vez te le tirás ahora y la mina se piensa que sos un pajero. Que lo único que querés es cogértela. Viste como son las minas… ¡Callate, boludo! ¡Ya fue el chiste!
     Empezó a sonar Spending my time de Roxette.
     —¡Hoy te la garchás, campeón! —gritó Boglioli, pero esta vez Maidana le apartó la mano de un golpe antes de que pudiera tocarle el pelo.
     —¡Basta, loco!
     Los que estaban alrededor se dieron vuelta para ver qué pasaba. Boglioli estaba serio, con la vista clavada en Maidana.
     —Tiene razón, boludo —intervino Tortonese—; estás re-pesado…
     Boglioli pareció no escucharlo. Me dio la sensación de que la cabeza le latía. Después de unos segundos empezó a hablar.
     —Qué mala onda que tenés, eh… Yo me pongo contento por vos y mirá cómo me la devolvés…
     Se me aceleró el pulso. Maidana miraba el piso. Me puse al lado suyo.
     —Bueno, che… —dijo Fernández.
     —¿Cómo me vas a pegar así en la mano?
     —Eso en mi barrio es pelea… —dijo Mendoza.
     Tortonese lo reprendió con la mirada.
     —Contestame, boludo… —siguió Boglioli—. ¿No sabés hablar?
     —No le des bola, Maidana —dijo Tortonese—. Andá a bailar con Mikaela.
     Maidana no se movió.
     —¿Necesitás que te haga la segunda?
     Maidana negó con la cabeza y, lentamente, se fue hacia donde estaba Mikaela.
     —Ponete las pilas, boludo… —dijo Tortonese.
     —¿Qué ponete las pilas? —dijo Boglioli—. Le voy a romper la cara a ese mogólico…
     Nos fuimos a sentar. Todavía me temblaban las manos.
     —¿Por qué le dijiste que no se le tire? —preguntó el Gato—. Lo estaba convenciendo de que se la llevara afuera para transársela…
     Tortonese sonrió con aire misterioso.
     —Vos aguantá; yo sé por qué te lo digo…
     Esta vez, Maidana no decía una palabra. Bailaba con la vista al frente; parecía que miraba a través de Mikaela. En un momento le apoyó la cabeza en el hombro.
     Los pibes se rieron. Tortonese sonreía en silencio.
     —Parece que la mina fuera él…
     —Tendríamos que haber traído una cámara de fotos, boludo…
     —¿La Gorda no tendrá?
     Cuando Mikaela quedó de frente a nosotros, aprovechó para hacernos señas de que había mal olor.
     —Uh, parece que se tiró un pedo…
     Se rieron.
     —Lo único que le faltaba… Nabo, feo y encima pedorro…
     De repente, Maidana dejó de bailar.
     —¿Qué le pasa a este boludo? ¿Se mareó?
     Mikaela lo interrogaba con la mirada. Se quedaron así unos segundos: quietos pero sin soltarse.
     —No me digas que le va a encajar un beso…
     —Nah…
     Y entonces, salió corriendo.